
Cuando contaba cada noche el mismo cuento a mi hijo Juan, éste no solo no sabía leer, sino que miraba únicamente los dibujos y acababa pronunciando el final de cada frase: otro milagro cotidiano provocado por la pequeña casa del cuento: resistente, fuerte y segura ante la avalancha de edificios que cercaban su orilla.
Por eso todas las noches leía el mismo relato que en su ensoñación era como lo mejor del día. También para mí suponía lo mejor del diario acontecer: luego quedaba más trabajo: preparar las clases del día siguiente y vuelta a empezar.
Sí, eran otros tiempos, donde el sonido de la felicidad adquiría el tono real de lo distinto y diferente.
Juan FERRERA GIL
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