
Nadie en el pueblo conocía su verdadero nombre. La llamaban Flora, como si hubiese nacido del mismo corazón del bosque, como si los pétalos que adornaban su cabello no formaran parte de un decorado, sino de su propio cabello. Decían que hablaba con los pájaros, que las mariposas danzaban a su paso y que, si mirabas fijamente sus ojos, podías ver la primavera, incluso en pleno invierno.
Flora vivía en una casita pequeña junto a la fuente. Cada mañana, al alba, recogía flores de su jardín y las trenzaba en su melena. No por belleza —que de sobra tenía—, sino por ritual. Cada flor, cada color, tenía un propósito.
Aquella mañana del equinoccio, sin embargo, fue distinta.
El cielo despertó con una calma extraña, la típica que antecede a la tormenta. Los pájaros no cantaban y las flores parecían mustias. Flora lo supo al instante: ese día marcaría un antes y un después.
Mientras colocaba claveles, lirios y margaritas en su cabello, sintió una brisa fría acariciar su cuello. Cerró los ojos y dijo: “hoy viene.”
Y así fue.
A mediodía, un joven desconocido llegó al pueblo. Llevaba el rostro cubierto por un pañuelo, y los ojos cansados. Se detuvo frente al jardín de Flora, inmóvil, como si hubiese encontrado al fin lo que tanto buscaba.
Ella salió sin prisa, descalza, con la piel tibia de sol y los brazos llenos de polen.
—¿Vienes por respuestas o por descanso? —preguntó.
El joven no supo qué decir. Solo asintió, incapaz de hablar.
Flora se acercó y colocó entre sus manos una flor azul, rara, vibrante.
—Esta flor solo florece cuando un alma rota se cruza con su destino —dijo—. Te estaba esperando.
Esa tarde, nadie volvió a verlos. Ni a ella, ni a él. Habían desaparecido.
Ahora, donde antes estaba su jardín, había una nueva especie de flor, jamás vista, que cambiaba de color según la estación… y al acercarse, algunos decían escuchar el murmullo de dos voces entrelazadas, que sonreían al unísono.
Y desde entonces, cada equinoccio, los niños del lugar van a dejar flores allí, por si Flora regresa. Desde que ella ya no estaba el pueblo ya no olía a primavera.
Olga Valiente































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