Caretas para Polichinela

Quico Espino

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Nápoles es un mundo aparte, me dijo una amiga mía que se fue, con sus dos hijos y su pareja, a esa ciudad italiana, donde el Vesubio es el gran protagonista del devenir de la población. El color rojo es allí símbolo de la lava que suelta el volcán, el cual, según algunos artistas, también arroja espaguetis,  macarrones y todo tipo de pasta, como se puede ver en este cuadro, en el que el Vesubio aparece como una especie de triángulo isósceles rosado, con su base ligeramente ondulada:
 
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Hay quien piensa que el volcán está bailando una tarantela cuando expulsa ese magma candente y que, enterradas en sus laderas, disimuladas, están las caretas de Polichinela, el personaje de comedia del arte que aparece en el título de este relato, el que está en el escalafón tras el Vesubio, ese que representa el carácter napolitano, el que baila solo o con el diablo, el que canta a las sirenas, el revolucionario que, astutamente, ayuda a los más débiles a costa de los poderosos, el hombre sencillo que consigue escapar de sus tribulaciones con una sonrisa dibujada en su cara.

 

Aparece Polichinela en un cuadro enmarcado, en la primera fotografía de este escrito, en la que, además, vemos una estantería con múltiples caretas que esconden su cara, una mácula, algo que hay que tapar, según los momentos en los que las usa, ya sea en un pasacalle o dentro de un teatro, en locales variados, cual pícaro español pero en Nápoles. Parece ser, según la RAE, que el nombre Polichinela puede proceder de Paolo Cinelli, comediante napolitano del siglo XVI.

 

Cuando mi amiga me dijo que Nápoles es un mundo aparte se refería a la singularidad de la ciudad que la diferencia del resto de Italia y del mundo en general. Ubicada en la costa sur del país, famosa por su gastronomía, por sus calles, plazas, palacios, museos y catacumbas, yo, que soy muy dado a imaginarme cosas, vi enseguida, en acción, el perfil de Pulecenella, que así lo llaman los napolitanos, un personaje jorobado, gordo y fanfarrón de la farsa italiana que, para algunos, es un bailarín esbelto y elegante que se mueve con soltura.

 

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El hecho es que son muchos los casos en los que Polichinela ha salido a la palestra, en películas, programas de radio y televisión, revistas, e incluso un ballet de Igor Stravinski, que citan a este personaje, todo un mito de la cultura napolitana. 

 

También se ve a Polichinela cual marioneta, un títere, una especie de pelele al que algunas cantantes como La Fornarina, Lilian de Celis o Sara Montiel, que a mí me parece más cursi que una pianola, le han dedicado un cuplé llamado El Polichinela, escrito esta vez en minúsculas en la letra de la canción, porque lo tratan igual que a un monigote:

 

“Cata, catapum, catapum con candela, alza pa’rriba, polichinela. Cata, catapum, catapum, catapum… como los muñecos en el pim pam pum”. 


Ah, se me quedaba en el tintero decir que es realismo mágico el que el Vesubio escupa espaguetis a la carbonara o a la puttanesca  en vez de lava, como también lo es que una joven tenga los miembros de leche, o sea susceptibles de ser regenerados, que es lo que se narra en la novela que estoy leyendo: “La península de las casas vacías”, de David Uclés, publicada el año pasado, que cuenta la vida de la familia Ardolento desde 1936 hasta 1939, periodo que dura la Guerra Civil española. 

 

Y, azuzando mi imaginación, ya he vislumbrado el asombro de Polichinela al saber que a la joven citada en dicha novela le amputaron un brazo que se regeneró de inmediato. Hasta la careta que llevaba puesta transmitió la expresión de la cara de sorpresa y admiración que se le puso al personaje más famoso de Nápoles. Luego, con ese carácter suyo, popular y dicharachero, con la sonrisa en los labios, se lanzó a bailar una tarantela.

 

Texto: Quico Espino

Imágenes e información: Carola Pérez García.

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