Pinito del Oro: del cielo al olvido

Lola Sosa

Mi padre, Antonio Sosa, tenía, en su juventud, el aspecto de un actor de Hollywood: ojos azules como un mar profundo y pelo negro azabache bruñido por su brillantina de siempre. Durante este tiempo trabajó algunos años en un restaurante y night club en Las Canteras propiedad de Pinito del Oro.

 

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Era metre y muy guapo. Una chaquetilla blanca y una pajarita negra completaban el halo misterioso y atractivo que hacía las delicias de las extranjeras en el conocido paseo.
 
El local, que también funcionaba como restaurante durante el día, era el lugar de moda de las noches turísticas de Las Canteras. En aquel tiempo, Pinito del Oro era una trapecista de prestigio internacional que dominó el aire desde su trapecio, negándose a usar red de seguridad en sus números de equilibrio, a pesar de algunas aparatosas caídas en las que se fracturó el cráneo mientras retaba a una inevitable ley de la gravedad. Para la mayoría era la mejor del mundo en su especialidad.
 
Recuerdo verla en el programa de televisión, hoy los llaman late nights, Directísimo, de José María Íñigo, que en la época gozaba de una enorme audiencia. Me atraía sobremanera el timbre de su voz y la seguridad con la que se desenvolvía sacudía la incipiente feminista que ya me habitaba dentro. Mi padre me hablaba de ella, de su atractivo, de su vida de lujo y de los desplazamientos a la isla vecina a los que la acompañó. Siempre pensé que hubo algo entre ellos. Soy una romántica.
 
Hoy paseo por Las Canteras y encuentro este solitario homenaje a esta gran mujer, Medalla de las Bellas Artes, Premio Nacional de Circo, escritora y empresaria. Una pared desconchada con un placa casi invisible lleva su nombre: Plaza de la artista Pinito del Oro.
 
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Lo que en este cartel se denomina plaza es, en realidad, un pequeño rincón con un parterre triangular formado por un banco de obra, de mosaicos azules. Nada más. Quizá porque fue mujer, quizá porque fue artista circense... Todo resulta tristemente residual y pequeño. Hay falta de generosidad en el homenaje que le debemos.
 
El anillo de oro engarzado con un pequeño zafiro azul, como los ojos de mi padre, que lo llevó siempre en su dedo meñique, adorna hoy mi dedo anular, y su piedra me recuerda a aquella enorme mujer de la que, tal vez, no me cabe duda, se pudo enamorar.
 
Una fotografía del pasado que no quiere huir de la memoria, y un reconocimiento digno que espera arrullado por la brisa del mar de Las Canteras.
 
Lola Sosa
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