Las estrellas fugitivas

Javier Estévez

[Img #6052]Hace unos días que terminé de escribir una obra de teatro. El reto que me planteé, en realidad obsesión, fue el de saber si yo era capaz de convertir una sala en un planetario. No se trata sólo de una metáfora poética, sino de una reflexión profunda sobre la naturaleza de ambos espacios. Porque tanto el teatro como el planetario comparten una misión fundamental: hacer visible lo invisible, iluminar la oscuridad que nos rodea y nos habita.

 

Existe un momento mágico en el que el telón se alza y la oscuridad abraza la sala. En ese instante, el teatro se convierte en un planetario íntimo donde no brillan astros lejanos, sino las constelaciones más próximas y desconocidas: aquellas que habitan en el interior del ser humano.

 

Theatron, ese espacio sagrado donde se mira detenidamente, encuentra su etimología en theaomai: observar, contemplar. No es casualidad que la palabra teatro nazca del acto de mirar, ese mismo gesto primordial con el que nuestros antepasados alzaron los ojos al cielo estrellado buscando respuestas. El teatro, como el firmamento, exige una mirada atenta, pausada, capaz de descifrar los misterios que se despliegan ante nosotros.

 

Pero mientras las constelaciones narran tragedias de héroes inmortales y divinidades inalcanzables, el teatro-planetario que propongo busca otras estrellas: aquellas que brillan en la fragilidad humana, en la condición mortal que compartimos todos. No necesitamos más historias de dioses para comprender nuestra existencia; necesitamos vernos reflejados en el escenario como quien se reconoce en la configuración de una constelación familiar. Para eso nació el teatro.

 

Ramón y Cajal intuía que conocer la inmensidad de nuestro cerebro equivaldría a conocer el universo entero. Esta afirmación cobra una dimensión extraordinaria cuando pensamos en el teatro como instrumento de exploración interior. Cada función teatral es una expedición a territorios inexplorados del alma humana; cada personaje, una estrella que nos ayuda a orientarnos en la vastedad de nuestra propia existencia.

 

El teatro arroja luz sobre ese interior tan oscuro, inabarcable y misterioso como el espacio sideral. Y lo hace con la precisión de un telescopio y la sensibilidad de un poeta. Porque el dramaturgo, como el astrónomo, debe poseer una mirada capaz de discernir patrones en el caos, de encontrar belleza en la distancia, de traducir el silencio cósmico en palabras que resuenen en el corazón humano.

 

La oscuridad no es el enemigo del conocimiento, sino su cómplice. La noche es nuestra aliada para la contemplación de las estrellas, y el teatro es esa magnífica atalaya desde la que contemplar, a oscuras, al ser humano. En la penumbra de la sala, lejos del ruido y las distracciones del día, podemos finalmente escuchar los susurros de nuestra propia humanidad.

 

Las luces y sombras de la existencia humana se revelan con mayor claridad en este espacio de recogimiento. Como quien observa la Vía Láctea en una noche sin luna, el espectador teatral necesita que se apaguen las luces exteriores para poder ver la luz interior que emana de la escena.

 

El objetivo último de este teatro-planetario fue el de dar a luz una obra que tuviese la cadencia, la magia y la aparente simplicidad de una noche estrellada. Que sus escenas, personajes y voces queden incrustados en la memoria del espectador como constelaciones indelebles.

 

Porque mirar el cielo estrellado es, en esencia, un acto poético. Y el teatro, cuando logra capturar esa misma cualidad contemplativa, se convierte en un mapa estelar de la condición humana. En este teatro-planetario, el espectador no debería salir conociendo mejor a las estrellas, sino conociéndose mejor a sí mismo. Como una noche estrellada que se queda grabada para siempre en la retina de nuestras almas.

 

Javier Estévez

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