
Si la Historia es “la ciencia de los hechos realizados por la Humanidad” (profesor Lapesa Melgar), ¿sería posible afirmar que algunos cuentos pueden ser considerados como géneros menores de tal rigurosa disciplina en cuanto que reflejan acontecimientos pasados verdaderos y, muchas veces, sin transformar la realidad ni falsificarla?
Así, por más que el cuento venga definido por el Diccionario como ‘Narración breve de ficción’ (es decir, de fantasía o inventiva), tal variante narrativa puede a veces volverse genuino análisis de un entorno social o geográfico... aunque esté ambientada en un espacio físico -Los Escaramujos, por ejemplo- cuyo nombre no existe. Pero quizás sería acertado encuadrarlo en el municipio de Teror si inmediatamente es reconocido sin titubeo alguno por gentes del lugar o dispares lectores.
Incluso, estimo, variados hechos o acontecimientos allí contados podrían dejar de ser pura inventiva. Este es el caso, me parece, de algunas exposiciones unidas entre sí por el mismo hilo conductor en La tejedora de sueños rotos y otras narraciones, libro presentado semanas atrás en La Laguna, Teror y Las Palmas de Gran Canaria (Real Sociedad Económica de Amigos del País).
Para hacer visible el anteayer solo se necesitan unos decenios de años (valga la escala del siete, por ejemplo), algo de memoria natural y acontecimientos sucedidos que, como a Federico García Lorca, nos impactaron desde muy jóvenes, a los doce años en el caso del poeta granaíno: “Aquellos ojos míos de mil novecientos diez / vieron la blanca pared donde orinaban las niñas, / el hocico del toro, la seta venenosa / y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones / los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas ”.
En efecto. Allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado (“Decoro”, primera narración de las doce recogidas en el libro), hubo un párroco en Teror (“don Jesús”) extraordinariamente poderoso en el pueblo. Fue símbolo o icono de un colectivo -la Iglesia católica del medio siglo- anclado en épocas muy pretéritas. Esta Iglesia fue influyente y temida incluso ante normales cuestiones y comportamientos ciudadanos. Así, por ejemplo, en su nombre tal cura impedía la entrada al recinto eclesial a chonis o nativos (sobre todo mujeres) que no fueran “decorosamente” ataviados según la inquisitorial moral por ella impuesta.
Y su localización en el volumen de Gonzalo Ortega me lleva a la playa de Sardina del Norte (Gáldar), también por la misma época: vigiladas por un guardia municipal, las mujeres no podían estar sin albornoz o toalla rigurosamente cubridora (voz no registrada por el Diccionario RAE) salvo dentro del agua en el momento del baño. Allí, por la misma orilla aunque la mar estuviera ruin, andábamos los iniciales pollillos con sus austeras prendas al hombro o cogidas: esperábamos la salida de madres y hermanas cuyos cuerpos sin ropajes -pero con bien despachados bañadores de una pieza- podrían incitar al pecado, que Satán es muy farrullero. Y como uno iba para aprendiz de monaguillo, a algún colega del terorense vi y escuché ante la iglesia de mi pueblo. También le salía esa vena de inquisitorial imposición, y a más de una choni llegada en los microbuses de Cyrasa impedía el paso: ¡ni tan siquiera un velo para entrar en el sagrado recinto, desarretada y hereje Eva!
Así, ni cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia ni, por supuesto, los impactos psicológicos de tales edades juveniles se evaporaron. Muy al contrario: permanecen en el cajón de los recuerdos, los de dos juvenilizadas personas ya setentonas y sin trato personal hasta hace poco. Pero eso sí, coincidentes en tales experiencias: el autor y un servidor.
También en el apartado lingüístico, estimado lector, hay reflejo de la realidad. Gonzalo Ortega Ojeda mantiene la vocación como Ciencia y fecundó su actividad profesoral en las aulas universitarias laguneras. Catedrático jubilado de Lengua Española, concienzudo investigador en torno a nuestra variedad dialectal, su actividad en este terrero le pone título y autoría a distintas publicaciones relacionadas con el habla canaria. Y de entre las cabeceras que manejo me vino como anillo al dedo el Diccionario de expresiones y refranes del español de Canarias (año 2000), de Isabel González Aguiar y el artífice de La tejedora de sueños…, definida en el riguroso prólogo como “escritura de gran precisión léxica y riqueza expresiva […] de diálogos vivos y auténticos”.
Hay, pues, fluida relación entre el Diccionario... y los cuentos desde la perspectiva lingüística, es decir, la visión de lo dialectal canario si del plano léxico se trata. Así, por ejemplo, Rosendito (la terminación “ito” traduce respeto hacia una persona mayor) escucha “la pita del taxi” o reclama que no se olviden “las pastillas de la presión”; Domitilita “se alonga” desde su ventana; el rejonazo “de la magua” pudo ser fuerte impacto emocional; “el portabultos del Peugeot” (‘maletero’ en Tenerife); “en un volío estoy de vuelta”; la reliquia del fotingo”; “se puso a caer un chipichipi” (el generalizado ‘chispichispi’ galdense); “atartanado vehículo”; “tenía una cabra jaira”; “esperaba dos baifillos”; “tuneras blancas” (el ‘nopal’ en México o la ‘chumbera’ tinerfeña); “un médico o un estelero”; “que saliera por ahí a beberretiar”; el sufijo “-ero” para árboles frutales (“membrillero, almendrero, naranjeros, nisperero, manzaneros”)...
Más: como oriundo de un lugar “asentado lejos del mar, en las medianías y parte de las cumbres de una de las islas montañosas de Canarias” (Pedro César Quintana, prologuista) el narrador omnímodo utiliza voces para mí (costero) desconocidas, pero definidas ya en el académico Diccionario de canarismos (del que formó parte -1994- con Antonio Lorenzo y Marcial Morera). Es el caso, por ejemplo, de “destinarme a padrote en mi etapa de adulto”. Se trata de una palabra registrada (Tf. ‘En el ganado, macho destinado a la generación y procreación’) y puesta en boca del protagonista (“Las penalidades estivales del macho Viriato”). Sumo “además de un trastón contiguo” y “un canterito con cilantro y perejil”. Y todas ellas con una particularidad destacable: vienen a cuento, es decir, encajan perfectamente en el relato.
Se trata, pues, de un conjunto de narraciones autónomas pero entrelazadas por un loable deseo: entregar a las nuevas generaciones fehacientes informes sobre Los Escaramujos, “capital ficticia de un municipio del mismo nombre”. El frecuente uso de la primera persona (la del autor, claro, salvo en el apartado dedicado al macho Viriato) acerca al lector y llega a identificarlo con la narración. Este es un recurso técnico hábilmente manejado por Gonzalo Ortega Ojeda: a fin de cuentas se trata de plasmar sus sentimientos, recuerdos y vivencias, acompañando a una larga lista de personajes a quienes estudia psicológicamente y ensueña con habilidad. (Pero no a todos, no: queda fuera ”el hijo de la gran puta del señorito Octavio”. ¡Si el párroco lo llega a leer…!)
Nicolás Guerra Aguiar
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