-Como vuelvas a pegarle de esa manera a mis hijos, te juro por lo más sagrado que te espero detrás de la puerta y te meto una entrada de palos que no te va a reconocer ni tu madre. Una cosa es que les des una torta o una cachetada si se la merecen, pero con piñas y cinto ¡eso sí que no! –le soltó la esposa, con rabia en la mirada.
Él, que cada vez que descargaba con sus hijos veía escenas que lo aterraban, imágenes que nunca se le habían borrado de la mente (de pie, agarrando un arma, con casco militar en la cabeza, balas silbando a su alrededor, campos de batalla de una guerra fratricida, bombas cuyos estallidos seguía escuchando, muerte por doquier), la miró desde arriba, desde su metro ochenta y cinco, con ojos cargados de alcohol y de la autoridad que le confería el cinto de cuero que aún enarbolaba en su mano derecha.
Ella no bajó la cabeza ni un instante. Medía poco más de metro y medio pero le clavó una mirada que lo hizo verla más alta, una mirada de fiera enfurecida que lo obligó a dar la vuelta e irse a dormir la tranca que tenía.
Ella quería a su marido, el cual nunca había hecho amago de levantarle la mano, y le daba pena el sufrimiento que aún seguía padeciendo después de quince años de haber luchado contra sus propios paisanos, pero lo odiaba cuando llegaba borracho perdío y castigaba a sus hijos de manera tan brutal.
Por eso, un día que él desoyó la advertencia que ella le había hecho, lo esperó de noche en el zaguán, tras la puerta, y se subió sobre una silla cuando lo sintió llegar. Y cuando él entró en la casa le arreó tal tunda de palos que lo dejó tirado en el suelo, resoplando la trompa que traía.
Varios días después, cabizbajo, él le llevó a su esposa un ramo de nomeolvides azules y le prometió que nunca más volvería a emborracharse ni a castigar a sus hijos. Y, pasado un tiempo, ella vio que su marido había cumplido la promesa hecha y pensó que ahora sí era un verdadero padre para sus hijos.
Quico Espino
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