Fue lo primero que me compré cuando me llegó la beca que ya no esperaba porque estábamos a finales de octubre. Sin pensarlo dos veces, con los ojos cerrados, cogí rumbo a La Laguna. Quería dejar de ser cochinero, no de la suerte de gentilicio que nos habían endilgado a la gente de Ingenio, sino de criar cochinos, de limpiar chiqueros, de alimentar a los animales con fregaduras, de capar a los machos cuando tenían quince días para venderlos dos semanas más tarde como lechales (nos pagaban el doble que las hembras), y, sobre todo, de asistir a una cochina cuando se ponía de parto, tres meses y veinte días después de que el verraco la preñara.
Se esmeraban las jodías cochinas en parir a las tantas de la noche y había que caminar poco más de medio kilómetro, por andurriales o bordeando el barranco, con un quinqué para alumbrar la negrura de la noche.
Corrían los últimos meses del año 1972, y siempre recordaré la primera vez que viajé en un Fokker que, como decía Pepe Monagas, parecía la muela de un viejo. No paraba de moverse. Pensé que allí la palmaba en medio de tanta sacudida. De hecho alguien entre los pasajeros, que ya estaba más acostumbrado a las turbulencias, dijo que aquello era como el “vaivén del sucu, sucu”, un tema del folclore boliviano que llevaba sonando en la radio desde hacía tiempo.
En el aeropuerto de Los Rodeos me contaron que había una posada, La Pensión Padrón, por el barrio de San Honorato, que cobraba 55 pesetas por noche, en la que compartí habitación con un palmero. Eran muchos los palmeros que habitaban en la segunda planta, con baño comunitario, y con ellos mantuve muy buenas relaciones. Se reían cuando yo decía, entre otras cosas, “un viaje de gente”, “un viaje de coches”, y yo con ellos aprendí a “quitarme una foto” y a decir “sácate de ahí”
En la imagen que encabeza este artículo, llevo el anorak bajo el brazo porque aquel día de principios de noviembre salió el sol por la mañana, pero fue esa prenda de vestir la que me dio la impresión de que me hallaba en otro lugar, una latitud más fría y lluviosa que me obligaba a abrigarme más. Y era el anorak lo que diferenciaba a los universitarios con beca, pues todos teníamos prácticamente el mismo, de quienes eran pudientes.
La Laguna supuso un cambio radical en mi vida. De ser un cochinero que se ponía ropa remendada y zurcida y alpargatas de esparto para atender a los animales, a pasar de repente a universitario iba un mundo.
Un mundo en el que los temas a tratar, aparte de los que tenían que ver con nuestros estudios, estaban relacionados con la dictadura que se vivía en España, el poder de la Iglesia, el aperturismo del país con respecto a Europa, la inminente llegada de la democracia que ya estaba instalada en la mayoría de los países del viejo continente, asuntos que no se podían discutir en el pueblo natal porque nuestros mayores, que llevaban el miedo en el cuerpo, nos lo habían prohibido como si fueran tabú.
También era frecuente sacar a relucir la temática del cine, que nos encantaba, y siempre se citaba con picardía el hecho de que “lo verde empieza en Los Pirineos”, que así se llamó una película de Vicente Escrivá al año siguiente, porque había que cruzar la frontera francesa para ver películas de destape. La gran polémica cinematográfica se centraba entonces en “El último tango en París”, de Bernardo Bertolucci, interpretada por Marlon Brando y María Schneider, que había sido estrenada ese mismo año en el Festival de Cine de Nueva York. Muchos hombres españoles estaban esperando que la pusieran en Perpiñán, pues ya se hablaba de ella como el bum del momento, especialmente por ver la escena en la que se usaba mantequilla para facilitar una penetración. Recuerdo que nos reímos mucho comentando dicha escena antes de entrar a clase en la Facultad de Filosofía.
Creo que era el aula 54 a la que acudíamos quienes estudiábamos Filosofía y Letras. 180 estudiantes asistíamos a clase de historia, latín, literatura... Lo recuerdo porque, más adelante, mientras hacía el periodo de instrucción de la mili, en Cerro del Muriano, Córdoba, el número de soldados era el mismo. A sudor de pies y a macho se olía en aquel barracón, no así en el aula 54, donde, salvo los que íbamos con anorak, se producía un despliegue de la moda actual, en especial entre las féminas.
Fue una década muy bonita la de los setenta del siglo pasado. La siguiente resultó la mejor a nivel político y social en España, pero la de los setenta se alzó como extraordinaria y prodigiosa tanto para mí como para mis amistades, pues en general terminamos los estudios que habíamos empezado y nos convertimos en maestros/as de escuela, profesores/as de instituto, médicos/as, abogados/as… Creo firmemente que fue, y aún me lo sigue pareciendo, una década prodigiosa. Para enmarcar.
Quico Espino.
Foto del álbum familiar
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