Las pequeñas repúblicas

Javier Estévez

[Img #6052]Mientras tomas un café, observas a los que están sentados en la mesa de al lado. Son dos hombres que, según calculas, sobrepasan los ochenta años. Permanecen callados, distantes el uno del otro, con gesto de estar atentos no a lo que pasa a su alrededor sino a lo que ocurre en su interior. Sus miradas son vagas, inconcretas. Como si miraran a la nada. Hasta que aparece en escena un hombre, igual de mayor, y los rescata de su atonía anunciando un accidente en una calle cercana. Quienes antes permanecían silenciosos ahora preguntan atropelladamente por detalles de lo ocurrido. Es obvio, apuntas, que al señor que acaba de llegar le gusta ser el centro de atención. Sin más, cambia de conversación y comienza a pregonar el precio de los plátanos y de las papas en la isla de enfrente. Luego, los compara con los de aquí, mucho más caros. Hay consenso: todos confirman lo privilegiada que les ha parecido siempre la otra isla. Entonces llega un cuarto hombre, aún mayor que todos ellos. Tiene dificultad para sentarse. Cuando lo logra, el más locuaz toma de nuevo la iniciativa (ha esperado por él) y habla de fútbol; y luego, de política. Terminas el café con la conversación más fluida, más plural. Más participada.

 

Regresas al trabajo y piensas que esa escena te ha revelado algo profundo sobre la naturaleza humana en la vejez: la conversación como ancla vital. Para estos hombres, el encuentro diario trasciende el mero intercambio de información; es un ritual de confirmación de su existencia y pertenencia al mundo.

 

Ese silencio inicial que describes, esa mirada hacia la nada, quizás no es vacío sino contemplación. Es posible que, a su edad, la mente navegue constantemente entre el presente y un océano de recuerdos, entre lo que fue y lo que queda. Así, el café se convierte en un puerto seguro donde amarrar la soledad que, inevitablemente, acompaña esta etapa de la vida.

 

Cuando el tercer hombre irrumpe con noticias del accidente, te parece que no solo aporta información: ofrece un pretexto para reconectarse con el presente inmediato. Es fascinante cómo la conversación fluye desde lo dramático (el accidente) hacia lo cotidiano (precios de alimentos), luego hacia lo tribal (fútbol) y finalmente hacia lo político (Pedro Sánchez). Piensas que esta progresión no es casual; que puede reflejar las capas de preocupación que estructuran su realidad: la mortalidad, la supervivencia económica, la identidad colectiva y el futuro del país que ya no les pertenece completamente.

 

En tu opinión, hablar del precio de los plátanos y de las papas, para ellos, no es solo quejarse; es ejercer una forma de resistencia contra la irrelevancia. Al comparar precios entre islas, se posicionan como conocedores, como voces que aún tienen algo que aportar. Es su manera de mantener el control sobre un mundo que debe resultarles cada vez más impropio y absurdo.

 

Y como sucede contigo, el fútbol y la política funcionan como terrenos seguros donde pueden desplegar opiniones sin exponerse emocionalmente. Son temas que les permiten sentirse parte de algo más grande, de debates que trascienden sus circunstancias personales.

 

Te convences de que estos encuentros rutinarios son, en esencia, ceremonias de supervivencia social. Cada conversación es una pequeña victoria contra el aislamiento, una prueba de que sus voces aún resuenan en el mundo. En una sociedad que tiende a relegar a los mayores, estos cafés se convierten en pequeñas repúblicas donde recuperan protagonismo, donde pueden ser narradores de su propia historia y comentaristas de la ajena.

 

Y te gusta lo que presencias, porque te parece hermoso y melancólico: hombres que se resisten al silencio definitivo, que encuentran en la palabra compartida una forma de honrar su humanidad hasta el final.

 

Javier Estévez

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