Juan Cazorla Santana: el verso que aún vive en las entrañas de Guayadeque

Allí, entre cuevas moldeadas a fuerza de manos y necesidad, nació, hace ya 92 años, Juan Cazorla Santana, vecino de Cueva Labrada y, quizás sin proponérselo, último bastión de una forma de vivir...

Juan Vega Romero Miércoles, 02 de Julio de 2025 Tiempo de lectura:
Juan Cazorla SantanaJuan Cazorla Santana

En el rincón más profundo del sureste de Gran Canaria, donde la piedra cuenta historias que no están escritas y el silencio pesa tanto como el viento, se abre el Barranco de Guayadeque. No es solo un paraje de belleza inigualable ni un accidente geológico cualquiera; es, para muchos de nosotros, una herencia viva. Un lugar donde los siglos se han quedado a vivir y donde aún se escuchan, si uno presta atención, los ecos de quienes lo habitaron antes que nosotros.
 
Allí, entre cuevas moldeadas a fuerza de manos y necesidad, nació, hace ya 92 años, Juan Cazorla Santana, vecino de Cueva Labrada y, quizás sin proponérselo, último bastión de una forma de vivir —y de decir— que ya casi se ha perdido. Aunque ahora reside en Aldea Blanca, junto a su sobrino Antonio, su corazón nunca ha dejado del todo aquella cueva donde aprendió que la vida cabe en unos pocos metros excavados, siempre que haya palabras, cariño y pan.
 
La cueva como universo y escuela de vida
 
La infancia y juventud de Juan transcurrieron en un Guayadeque que no conocía el asfalto ni las prisas. Las cuevas no eran curiosidad turística, sino hogar, refugio y raíz. Allí se cocinaba al fuego lento de la leña, se ordeñaban las cabras y se contaban historias mientras se avivaba el rescoldo. Aquellas noches eran la verdadera escuela: sin pupitres ni pizarras, pero con sabiduría a raudales. Y en medio de esa vida sencilla, había quien, como Juan, descubría que tenía un don especial.
 
Porque lo suyo no era simplemente rimar, sino mirar el mundo con ojos de poeta y convertir cada vivencia —por pequeña que fuera— en versos improvisados que salían de su boca como si llevaran siglos esperando ese momento.
 
Un encuentro que se convirtió en revelación
 
Lo conocí hace años, en uno de mis recorridos por el barranco. Fue un encuentro casual, como suelen ser las cosas importantes. Charlamos, al principio, como dos desconocidos que comparten el mismo amor por la tierra. Pero al poco rato supe que estaba ante alguien distinto. Su mirada tenía la profundidad de quien ha vivido mucho y bien; sus palabras, la cadencia de quien no necesita papeles para recordar, porque lleva la historia grabada por dentro.
 
Todo comenzó, según él mismo cuenta, como una broma familiar. Su sobrino acababa de sacarse el carné de conducir, y Juan improvisó unos versos sobre un coche que, según decía, “no tenía motor”. Fue un juego, sí, pero en su voz, hasta lo más simple se volvía arte:
 
Antonio, no compres coche 
sin que lo hablemos los dos,
porque hay ahora una marca 
que es sin duda la mejor.
 
Desde aquel momento, la poesía se convirtió en compañera inseparable. Empezó a componer piezas más largas, llenas de emoción y de verdad. Jamás las escribió. Ni un cuaderno ni una grabadora. Todo lo guarda en su cabeza, como quien atesora oro, aunque no lo presuma:
 
Siento pena de mí, de ver quién era y quién soy:  un objeto desfasado al que lanzan al vacío porque para nade vale.  Tuve un pasado, poco presente y menos futuro, pero sigo recordando.
 
El poeta que no se autodenomina como tal
 
Entre sus composiciones más impactantes está Un drama de amor, un monólogo donde un hombre se entrega en cuerpo y alma a una mujer que quizás no lo escuche. El lenguaje es llano, como el de nuestras abuelas, pero carga una intensidad que desarma: yo no vengo a engañarte con palabras bonitas...
 
En otro momento, una prima, apenas una adolescente, le escribió desde lejos con curiosidad por saber cómo eran los enamoramientos de antaño. Juan respondió con ternura, con una poesía cargada de respeto, de esos versos que huelen a ramo de flores recién cortado y no a conquista forzada: no es esta carta de amor, sino de respeto sincero...
 
Y es que, más allá del poeta, hay en él un hombre que eligió quedarse soltero para cuidar de sus padres. No por tristeza ni por falta de oportunidades, sino porque entendía que la familia era lo primero. “Aquí le echamos esto”, decía con naturalidad, como si el sacrificio fuera apenas una parte más de la jornada.
 
Una vida trabajada a pico, higuera y bastón
 
Su vida laboral es el reflejo de toda una generación: tomateros, almacenes cargados de polvo tóxico, cuevas excavadas a mano, animales que cuidar. Todo eso pasó por sus manos. Y, mientras tanto, su cabeza fabricaba versos. Sin buscarlo, sin pretensiones, simplemente porque le salía del alma:
 
Que no me quiten lo bailado, cuando un grupo de mujeres me llamaban “Piquito de oro”. 
 
Algunas me decían el rey del amor y otras comentaban: “aquí está el tesoro, juguete de las mujeres de toda Canarias”.
 
Y yo, desde lo más recóndito de mi corazón, de lo más profundo del alma mía  sacaba las palabras para poder compensar el amor que aquellas bellas mujeres me brindaban.
 
Guayadeque no fue solo su casa, fue su mundo entero. El techo de su cueva servía para secar higos; los almendros y nísperos que menciona en sus poesías aún se pueden ver en sus palabras, aunque ya no viva en el barranco.
 
Hoy, desde Aldea Blanca, sigue activo. Fabrica bastones, utensilios de madera, y sigue recitando versos cuando se le pide… y cuando no, también. Porque en él la poesía no es un acto estético sino una manera de seguir respirando: espero que no vayas a poner lágrimas en mis ojos, ni tampoco mantenerte en silencio sepulcral.
 
El legado invisible que aún respira
 
Las pocas grabaciones que existen de Juan son un regalo para los oídos y el alma. No hay en ellas pretensión de gloria, pero sí una lección de vida. Él mismo dice que no necesita más que su memoria para recitar quince minutos seguidos. Y lo hace. Sin fallos, sin dudas. Porque el verdadero arte, el que brota de lo vivido, no se olvida:
 
Espero que pongas alas
a mi pobre corazón
para poder celebrar
lo dulce de nuestro amor.
 
Eres una perla de oro,
del oro más reluciente
tienes sonrisa de amor
y en ti quedará mi suerte
 
Tu eres palomita blanca
y yo soy palomo azul.
Cuando te tenga en mis brazos
te diré currucucú.
 
Tiene una geografía emocional bien definida. Más allá de la Cruz del Saucillo, dice, no le interesa. “Eso es otro mundo para mí”. Y es cierto. Su mundo sigue siendo el que huele a higuera seca, a guiso de fuego bajo, a bastón apoyado en la rodilla mientras el sol cae sobre el barranco.
 
En un tiempo como el nuestro, donde todo corre y apenas se escucha, Juan sigue componiendo como si el mundo aún tuviera tiempo. Porque lo tiene. Basta saber dónde mirar. O, mejor aún: basta con callar y escuchar a quienes, como él, todavía saben contarnos quiénes somos.
 
Juan Vega Romero
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