Puro teatro

Quico Espino

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¡Qué miedo! Fue lo que oí, varias veces, durante el pasacalle que dimos desde el Centro Cultural de la Villa de Agaete hasta la Plaza de la Constitución para representar la obra teatral “Cuento de Navidad” que a Charles Dickens le publicaron en 1843.
 
-¡Mi madre! ¡Me encuentro yo con esa cara doblando una esquina y me da un patatús!
-¡Ños! ¡Pánico me da! Parece que se le van a salir los ojos del casco.
 
Fueron, entre otras, las frases que me demostraron lo bien que me habían maquillado como el fantasma de Jacob Marley, el cual visitó en Nochebuena a Ebenezer Scrooge, el avaro y ególatra protagonista de la obra, su antiguo colaborador. El espíritu de Marley, arrastrando cadenas y la pena de haber sido malvado en vida, se presenta en casa de su socio como un alma mensajera para advertirle de lo que le pasará,  una vez muerto, si no cambia de actitud y sigue anclado en la tacañería y el egoísmo, tal cual le había ocurrido a él.
 
El teatro, arte escénica que se remonta a la antigua Grecia, empezó a formar parte de mi vida cuando contaba ocho o nueve años. En ocho días de verano me gocé la misma cantidad de obras teatrales de distintos autores, de las que no pude entender gran cosa, representadas por una compañía de cuyo nombre no me acuerdo. Teatro popular, Escuela de teatro, Teatro español, o algo así se llamaba la entidad, la cual montaba su carpa en el solar que había al lado de la farmacia de los Limiñanas, en Ingenio. Y sé que las actrices y los actores eran peninsulares por su manera de hablar.
 
La primera obra teatral que vi fue “Marianela”, adaptación de la novela de Galdós llevada a la escena por los hermanos Álvarez  Quintero, y me encantó el papel de la actriz que hacía de protagonista, una adolescente huérfana, pobre y mal agraciada, que era el lazarillo de un joven ciego del que se había enamorado. 
 
Recuerdo que la entrada me costó dos pesetas, media peseta más que el cine de los domingos. Mi madre me daba dicha cantidad ese día para ir a la función de las tres y yo preferí no ir a ver la película, que era de indios y de pistoleros, para asistir a  la representación. Mi padre me había dado otra media peseta y me la gasté en chuflas, que así le decíamos a las chufas, un caramelo de coco y un chicle bazoca.
 
 También recuerdo que, para mi desgracia, no podía ver ninguna representación más, porque no tenía dinero, y que me puse en la puerta de la carpa, con cara de desconsuelo a ver si el portero me dejaba entrar, pero de nada me sirvió. Entonces vi a dos chiquillos que rodeaban el pabellón y se escurrían por debajo del toldo. Sobre la marcha, echando una ojeada, por si las moscas, hice lo mismo y me esperé debajo de las gradas hasta que se apagaron las luces, mezclándome luego entre el público. 
 
“El idiota”, de Dostoyevski, otra adaptación teatral que trataba de un príncipe al que le faltaban algunas luces, fue la segunda representación. Después, en días sucesivos, siempre colándome por el mismo hueco, me gocé “El sueño de una noche de verano”, de Shakespeare; “La vida es sueño” de Calderón de la Barca; “Fuenteovejuna” de Lope de Vega; “La zapatera prodigiosa”, de Lorca; “La Celestina”, de Fernando de Rojas y “El médico a palos” de Molière, con la cual me reí de lo lindo, sobre todo cuando el campesino dijo que era médico para que no le pegaran más leña.
 
Me sentí tan bien con mi nuevo descubrimiento que me dio verdadera pena cuando, el lunes siguiente después de la última representación, vi cómo desmontaban la carpa. Me produjo verdadero dolor ver el escenario desarmado por el suelo y me puse a pensar, con cierta tristeza, en todos los personajes que habían desfilado por la escena durante la semana en la que fui espectador teatral.
 
La misma compañía vino a principios del verano siguiente. Yo, previéndolo, me puse a coger cochinilla varios meses antes para reunir el dinero de las entradas. Veinte pesetas junté sin decirle nada a nadie, especialmente a mi madre, pues de seguro me las habría quitado. Dos pesetas y media valía la entrada ese año y me daba justamente para las ocho sesiones pero no me dejaron entrar a la primera, “La casa de Bernarda Alba”, de Lorca, porque era para mayores, y entonces, temiendo que no me lo permitieran más,  hice lo mismo que el año anterior, colarme, además de ponerme una gorra para parecer mayor. Con el dinero ahorrado me compraba helados, caramelos, pirulís, dulces de coco y cabello de ángel, chuflas, trompos y boliches.
 
Así fue como me aficioné al teatro, hace ya una “porriá” de años (creo que san Juan no había levantado aún el dedo), el cual pasó a formar parte de mi vida en todos los aspectos, pues he recurrido a él, a la parodia, para mitigar las tribulaciones que me han afectado, diciéndome a mí mismo dos proverbios que considero que son de los mejores de nuestro acervo cultural: “hacer de tripas corazón” y “a mal tiempo, buena cara”, sentencias a las que no siempre me he podido agarrar pero que son imprescindibles para, como dice La Lupe en su canción y como indicó William Shakespeare varios siglos atrás, hacer que la vida sea puro teatro.
 
Quico Espino
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