
Algunos de los que gustamos de pasear los caminos de la Vega, muchas veces, al pasar por la conjunción de los barrancos del Farragú y Anzo, entrábamos hasta la ermita de San Marcos (siglo XVII).
La simplicidad de sus formas entre las fincas de plataneras y la vegetación natural de tabaibas, cornicales, espinos, inciensos, veroles…, la palmera y los dos pequeños dragos que crecían a su sombra, y, sobre todo, la ya imponente presencia del drago que vigilaba la puerta, te llenaban de quietud en medio de esta conjunción de naturaleza, arte e historia, comúnmente aderezada con el canto limpio de un capirote que vigilaba su nido.
Esta magia impagable está definitivamente, irreparablemente, desbaratada, lo que nos hace reflexionar sobre lo mucho que cuesta a la naturaleza, y al hombre, levantar sus obras maestras, o vitales, y lo rápido, y fácil, que es para algunos destruirlas.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
Miguel Hernández
































Melquíades | Jueves, 26 de Junio de 2025 a las 08:15:55 horas
¡Qué pesados están con ese drago! No hay más que mirar las fotos para comprobar que era un problema para la conservación de la ermita. ¡Que estaba antes, carajo! Dragos de cincuenta años los hay por cientos en la isla. Ermitas tan peculiares, no.
Hay que aprender a plantar dragos, señores, para que no ocurran cosas como esta.
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