Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas… Así da comienzo el poema Romance sonámbulo, que Federico García Lorca incluyó en su famoso “Romancero gitano”, hace poco menos de un siglo, del cual me acordé nada más ver el verdor que las lluvias de este año pintaron en El Valle de Agaete, cuyas montañas y laderas, fragmentos de Tamadaba, donde se unen la Neocanaria y la Paleocanaria, conforman un conjunto de pirámides naturales: La Montaña de las presas, Los Gavilanes, Los Tesos, Siete Pinos, La Abejera, Roque Bermejo, Berbique, La Montaña Gorda, El Lomo…
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Igual de verde están los prados, donde dan ganas de retozar y gozar de la atmósfera bucólica que los envuelve, y los repechos montañosos en los que hay quien ve siluetas de cuerpos de animales tendidos, un lagarto enorme, un dinosaurio reposando bajo un cielo azul, o con nubes, y, en lo alto, caras y perfiles humanos que parecen estar contemplando al pueblo desde las alturas.
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También pensé, cuando vi las fotos que hice, en una película de John Ford, un drama costumbrista titulado “Qué verde era mi valle”, rodado en Gales en 1941, y enseguida puse el verbo en presente, adjudicándome el lugar como mío, mi valle encantado, igual que Sardina es mi playa del alma. Espero no ser el único que hace míos, aunque sólo de palabra, por supuesto, los lugares que venero y despiertan mis sentimientos: mi casita, mi pueblo, mi playa, mis queridas montañas.
-Mi barrio es el mejor del mundo. Y ahora que está todo verdito que da gusto, es también el más bonito –me dijo un vecino del barrio de Las Viudas,
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…octogenario él, simpático y parlanchín, que me terminó contando un sueño que había tenido un día que el barranco corrió desatado, arrastrando con el agua tierra, piedras y palos que fueron a preñar al mar.
-Me enamoré de una sirena, mi niño.
-¿Qué dice?
-Como lo estás oyendo.
En el sueño él era mucho más joven y se encontraba en lo alto de una loma, detrás del cementerio de Caideros, desde donde divisaba El Valle, Tamadaba y parte del pueblo de Agaete con el puerto de Las Nieves. Incluso se distinguía el Teide en la distancia.
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Según su onírico relato, el barranco corría como loco y el mar estaba enfurecido. Cuando se juntaron se levantó una ola enorme que se metió por la cañada para arriba y llegó casi a la mitad del valle, donde se formó un charcón que parecía una laguna.
De pronto algo saltó en el agua, no lo percibió bien, y, sin pensarlo dos veces, él echó a correr hacia allí. Llegó en un santiamén, cosa de los sueños, y se quedó asombrado cuando vio que una sirena preciosa lo miraba con ojos de desesperación, pidiendo socorro. Y, sin saber ni cómo, supo lo que ella quería.
De inmediato, la cogió en brazos y se echó a correr hacia la playa, cortando el aire como un rayo, volando. La sirena pesaba menos que una pluma, y, sin soltarla, según llegó al mar se zambulló en el agua. Ella se desprendió enseguida de sus brazos y dio varias vueltas a su alrededor, retozando de alegría. Después lo abrazó, lo miró con una sonrisa encantadora, enamorándolo, y le dio un beso que él jamás olvidará.
-¡Qué sueño tan bonito! Parece un cuento fantástico para niños.
-No puedo olvidarlo. Cada noche me duermo con la esperanza de volver a soñar con mi sirena –añadió él, mirándome con nostalgia en los ojos. Yo le dije entonces el consabido tópico de que la esperanza es lo último que se pierde, mientras centraba nuevamente mi atención en el intenso color verde que revestían las montañas y las praderas que me rondaban. Un color que para mí, aparte de esperanza, significa naturaleza viva.
A lo lejos, erguido en el cielo, esplendoroso, también el pico Teide contemplaba con admiración el vivo verdor que hacía resplandecer al Valle de Agaete.
Y sintió un poco de envidia porque el color verde nunca ha revestido su cumbre.
Texto: Quico Espino
Fotos: Ignacio A. Roque Lugo y Quico Espino
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