
Sofía está enfadada.
Enfadada porque su hermano le quitó un juguete. Porque su madre no la dejó elegir la ropa. Porque aún no se quería ir del parque. Porque le dijeron “no” cuando ella esperaba un “sí”.
Sofía tiene cinco años y no sabe aún que existen dos posibles futuros para ella, según cómo aprenda hoy a gestionar la ira.
Sofía siente que el enfado la invita a gritar fuerte y a veces se le sale por los ojos o por las manos, y pega, muerde, empuja.
Para ella, la ira es como un volcán. Explota porque no sabe hacer otra cosa.
Y se abren dos posibles mundos para la ira de Sofía
En una vida posible, Sofía escucha cosas como:
– ¡A tu cuarto hasta que se te pase!
– No grites, qué feo queda.
– Deja de hacer ese berrinche, pareces una niña malcriada.
– Si sigues así, me voy.
– Eres insoportable cuando te enfadas.
Y entonces aprende que estar enfadada es inaceptable.
Que pierde amor cuando la invade la ira.
Que expresar su enfado aleja a los que más quiere.
Pero nadie le explica que enfadarse está bien. Que la ira es tan válida y necesaria como las demás. Que no hay emociones buenas ni malas, sólo hay emociones que nos hacen sentir bien y otras que nos incomodan.
Que lo que es inaceptable no es sentirla, sino canalizarla de forma que dañe a otros o a una misma.
Pero eso nadie se lo enseña.
Así que empieza a confundir emoción con conducta.
A pensar que ser una niña enfadada es ser una niña mala.
Que la ira solo se manifiesta a través de gritos, portazos, empujones o palabras duras.
Nadie le dice que también puede ser un motor. Una brújula. Un mensaje.
Y con este mapa emocional Sofía crece…
Tiene 35 años y no sabe poner límites. Los pone con malas formas o se siente culpable por ponerlos.
En una de sus versiones se traga lo que le molesta hasta que explota. En otra, nunca explota, acumula, calla, aguanta.
Se convierte en agresiva o complaciente. Ninguna de las dos versiones le hace sentir bien.
Le cuesta pedir lo que necesita. Lo exige a gritos, o lo silencia con tal de no molestar.
No sabe cómo expresar que algo le ha dolido sin sonar hiriente, ni cómo hacer valer su voz sin perder el control.
Cuando discute, siente cómo le arde el pecho. Pero no lo dice. Guarda, guarda, guarda… hasta que un día estalla. Y dice justo lo que no quería decir.
O, en otra versión, se encierra en sí misma y no vuelve a hablar del tema. Y todo queda sin resolver.
Evita las discusiones como si fueran veneno, o las busca constantemente como única forma de sentirse vista.
La ira, no acompañada, se transforma en resentimiento, en rencor, y en una incapacidad de mirar al otro sin llevar el puño cerrado por dentro.
Sofía es una mujer que nunca aprendió a poner palabras a lo que le duele sin hacer daño.
En la otra vida, cuando a sus cinco años explota, su adulto de referencia no la manda lejos.
Se agacha. La contiene (sin justificar su conducta, pero entendiendo su emoción) y le dice:
– ¿Estás muy enfadada, verdad?
– Aquí estoy, contigo, aunque estés así.
– A veces, cuando las cosas no salen como queremos, da mucha rabia.
– Podemos estar enfadadas, pero no podemos pegar, porque eso hace daño.
– ¿Quieres que respiremos juntas o necesitas estar sola un ratito?
Y entonces Sofía no deja de sentir ira, pero aprende a gestionarla.
A reconocerla antes de que explote. A poner límites sin herir. A expresar con firmeza, sin necesidad de gritar.
Y ahora, con 35 años…
Sofía se enfada, como todas las personas. Pero no le teme a su enfado.
Lo escucha, lo entiende, lo canaliza.
Puede hablar de lo que le molesta sin dañar a nadie.
Se defiende, sin atacar.
Pide lo que necesita. Y si algo la enfada, no necesita castigar al otro: busca la solución.
Porque aprendió que la ira no es mala.
Es una señal.
Una señal de que algo duele, de que algo se ha sentido injusto, de que hay un límite que necesita ser puesto.
A veces también es un aviso: que es hora de trabajar la tolerancia a la frustración, que no todo saldrá como queremos.
Otras veces es una chispa que nos mueve a actuar, a defendernos, a cambiar lo que ya no funciona.
Pero para usar esa chispa sin quemarse —ni quemar a los demás—, hace falta haber aprendido a canalizar la emoción, no a silenciarla.
Porque cuando a un niño se le enseña que la ira es inaceptable, no deja de sentirla: solo aprende a expresarla de forma torpe, explosiva o pasiva.
Y cuando a un niño se le enseña que lo inaceptable no es la emoción, sino expresarla haciendo daño (físico o emocional), se abre un mundo distinto. Uno en el que enfadarse no lo convierte en un monstruo, sino en un ser humano completo.
Los niños y niñas necesitan saber que enfadarse está bien y que pueden aprender a expresarse sin hacer daño.
Que no hay que elegir entre explotar o aguantar.
Y para eso necesitan adultos que estén presentes incluso en medio del torbellino.
Sofía crecerá.
Y con ella, todos los niños y niñas que habitan en su historia.
Ojalá no tengan que deshacerse de sus emociones para poder encajar.
Ojalá puedan llevarlas consigo, sin que les pesen.
Con la certeza de que sentir no los hace débiles, sino humanos.
Porque cada niño emocionalmente acompañado, es un futuro adulto más libre, más consciente
y más en paz consigo mismo.
Y eso, está en nuestras manos.
Haridian Suárez
Trabajadora social y Educadora de Disciplina Positiva (@criarconemocion)































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