Microrrelatos. Un brote de nostalgia

El verbo escribir, otrora sinónimo de recogimiento y sesuda reflexión que aspiraba a captar lo sublime, ha menguado hasta límites irreconocibles.

Eulalio J. Sosa Guillén Lunes, 09 de Junio de 2025 Tiempo de lectura:
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Las monótonas y extenuantes tareas domésticas, unidas al cuidado de mamá, acabaron por eclipsar mi espíritu. En tiempos pretéritos, solía leer novelas clásicas, brillantes poemarios y artículos de prensa atemporales y cosmopolitas. En la actualidad, me veo a mí mismo cual galeote sujeto al banco y asido al remo. Relegado a balbucir las sílabas pintadas en los rótulos de las calles por donde suelo, cada vez menos, transitar. El verbo escribir, otrora sinónimo de recogimiento y sesuda reflexión que aspiraba a captar lo sublime, ha menguado hasta límites irreconocibles. Así se infiere de la adocenada lista de la compra: pan, azúcar, galletas saladas, mandarinas -que en la China llaman naranjas del país-, duraznos aterciopelados y judías pintas.

 

No se quejó antaño el forzado de su suerte al tener que bogar, ni he de renegar yo ahora del sagrado deber de auxiliar a mamá. Sin embargo, reconozco públicamente que me consuelo y congratulo con poder raspar a los quehaceres diarios unos escasos minutos que después derrocharé como un manirroto en el mentidero del parque muy próximo a casa.

 

En la tarde-noche, antes de la salida de los beatíficos luceros, un heterogéneo grupo de amigos se arremolina en rededor. Está el desnortado; y, también, el que sufre zoncera en grado sumo, como si de chico lo hubiese agarrado un mal aire y lo llevara aún en volandas. No tarda en acudir, antes del toque de retreta, el más gárrulo y facundo de nosotros, al cual apodé “Paquito el Relojero”, no por la nerviosa jiribilla ni la efervescencia que desrama su persona al pasar, sino por esa memoria prodigiosa y ansias de libertad que lo igualan al personaje de Pueblanueva del Conde. Los dos primeros amigos llegan puntuales al reclamo de la odorífica tacita de café torrefacto. En cuanto a Paquito, de más refinado paladar, lo hace por la humeante jícara de chocolate. Esporádicamente se nos unen otros que a menudo me confunden con un confesor, acercándome sus pequeños pesares. A todos agradezco sin excepción la compañía y la leal amistad. Mas me pregunto cuántos de ellos vienen movidos por la compasión al verme abarloado al banco.

 

Cinco semanas ha que tuvo lugar el episodio que podría calificarse erróneamente de trivial. Una perra labradora de reducida alzada venía hacia nosotros tirando, con tozudez de husky siberiano, de la traílla que la unía a su dueña. De un salto, animal y propietaria se vieron dentro del parterre cercano a nosotros. La joven, al oír nuestras risotadas, nos hizo saber, después de restablecer el equilibrio perdido, que su mascota no acudía al lugar a aliviar la vejiga ni a dejar molestos y olvidados detritus. Se trataba, simple y llanamente, de aplacar un brote de nostalgia canina. En amena conversación supimos de la vida de aquellos dos encantadores seres.

 

Chira, que así se llama la retozona perrita, se crió desde la más tierna infancia en una espaciosa casa de luengo corredor que desemboca de forma natural en el jardín. Al parecer, Chira, poco o nada urbanita, ha gustado siempre de espacios a cielo abierto. En el huertecillo traveseaba de aquí para allá olisqueando las flores en los arriates, ladraba a los gorriones y, bobalicona, seguía la danza de las mariposas al tiempo que sentía un placer inconmensurable al rozar de sus acorchadas suelas la tierra que la vio nacer en la ciudad de Ciego de Ávila. Todo esto ocurría bajo el justiciero sol del trópico, el cual, paternalista y bonachón, le acariciaba el pajizo lomito. Recién llegado su primer celo, en un descuido fortuito con la cancela del jardín, un chucho vagabundo la cubrió. Bastó una sola vez para que surgiera una ventregada de tiernos satos que se dieron en adopción a gentes de pro para su cuidado. Después tuvo lugar la diáspora familiar. A Chira la introdujeron en un transportín y a éste a su vez en la jardinera que la conduciría a la solitaria y fría bodega de un avión transoceánico. Tras ocho horas de vuelo y un receso de dos en el aeropuerto de Madrid, de vuelta a la bodega hasta Gran Canaria.

 

Mientras el hada madrina de Chira contaba a mis amigos que se había ganado el pan como doctora en medicina, con más de veinte años de experiencia a su espalda y cuatro de ellos ejercidos en Venezuela, en lo que se denomina en el país caribeño Misión Barrio Adentro, yo aproveché para susurrarle a Chira: “No cojas lucha que la caña es mucha. Uno de estos días voy a la Oficina de Extranjería y te solicito la reunificación familiar”. Casi no acabo la frase cuando sentí un lengüetazo que me embadurnó la mejilla con una melaza blanquecina y tibia.

 

Hoy en día, tan pronto me ve, agita el rabito con frenesí y luego se despide de mí con ojines de corderito pascual.

 

Eulalio J. Sosa Guillén

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