Educación infantil

Sofía y la tristeza

"...la tristeza es la forma que tiene el cuerpo de procesar las pérdidas, de adaptarse a los cambios, de poner pausa para recolocar lo vivido."

Haridian Suárez Vega Miércoles, 04 de Junio de 2025 Tiempo de lectura:

Hay emociones que incomodan solo con nombrarlas. Que parecen pedir permiso para existir.

 

La tristeza es una de ellas.

 

No grita como el enfado, ni genera conexión como la alegría.

 

Es sutil, se arrastra, se instala en silencio. Y a menudo, molesta.

 

Por eso, desde que somos pequeños, muchos adultos intentan sacárnosla a fuerza de distracción o frases hechas:


– No llores, no es para tanto.
– Ya pasará.
– Venga, cambia esa cara.
 

Y así aprendemos a mirar la tristeza como si fuera un error. Algo que hay que ocultar. Superar. Saltar.

 

Pero la tristeza es la forma que tiene el cuerpo de procesar las pérdidas, de adaptarse a los cambios, de poner pausa para recolocar lo vivido.

 

Taparla puede parecer una solución rápida, pero a largo plazo… tiene un coste alto.

 

Cuando Sofía se entristece

 

Sofía tiene cinco años.
Y está triste.
No siempre sabe explicarlo, pero lo siente: cuando no la eligen para jugar, cuando su madre no tiene tiempo para ella, cuando pierde algo que le importa.
Tiene ganas de llorar, de parar, de que alguien le diga que está bien sentirse así.

Pero no siempre pasa.

En una posible vida

 

Cada vez que sofía se siente triste, escucha frases del tipo:


- Ya está, no llores más.

- No es para tanto.

- Las niñas fuertes no lloran.

- ¡Venga, que no quiero verte así!

- Te pones fea cuando lloras

 

Sofía entiende que lo que siente no es adecuado. Que si muestra tristeza, decepciona.
Así que aprende a callarla.
A cambiar de tema, a distraerse, a seguir como si nada.
Pero por dentro, lo que siente no se va. Solo se acumula.
Y lo que empieza siendo tristeza mal acompañada, acaba convirtiéndose en una desconexión emocional profunda.

 

Y entonces crece…

 

Y cuando, años más tarde, su relación de pareja se rompe, Sofía reacciona como aprendió:


– Finge que está bien.
– Se encierra en sí misma.
– Se dice que no es para tanto.

 

Pero en realidad no está bien.

 

Le duele, pero no sabe cómo permitirse sentirlo.

 

No puede llorar. No se permite hablar. No sabe pedir consuelo.

 

La tristeza, ahora, ya no es una emoción. Es una carga.
Una que lleva a solas, con culpa, en silencio.
Y como no se expresa, no se sana. Se convierte en ansiedad. En fatiga emocional. En insomnio. En una nube gris constante que ya no se va.

 

Y no solo eso:


– Empieza a evitar situaciones que puedan doler.
– Le cuesta abrirse en nuevas relaciones por miedo a sufrir otra vez.
– Vive a la defensiva.
– A veces se aísla. Otras, se refugia en relaciones insanas para no volver a sentir esa soledad.

 

O, por el contrario, se instala en la tristeza como zona de confort.

 

Ha estado tanto tiempo conviviendo con ella, que ya no sabe cómo salir.

 

Y cada vez que algo va bien, se sabotea. Porque no se cree capaz de sostener algo bonito sin que duela después.

 

Así es como se siembra una tristeza crónica: cuando no se enseña a transitarla, sino a reprimirla o vivir en ella sin brújula.


 

Pero imaginemos otra posible vida

Una en la que su adulta de referencia, cuando la ve triste, le dice:


- Veo que estás dolida.

- Puedes llorar, estoy aquí.

- Lo que sientes tiene sentido.

- ¿Quieres que lo hablemos?

- Llorar es normal y sano cuando estamos tristes

Sofía no se alegra mágicamente, claro.
Pero se siente acompañada.
Aprende que lo que duele también puede compartirse.
Que hay espacio para el llanto, para la pausa, para la expresión.

 

Y así, poco a poco, construye una relación sana con su tristeza.

 

Entiende que no hay que esconderla ni dramatizarla. Solo dejarla estar, sentirla, expresarla… y seguir.

 

Y entonces también crece.

 

Y cuando, de adulta, su relación de pareja se rompe, Sofía sufre.


Llora. Siente.
Pero no se encierra.
Habla. Pide apoyo. Escribe. Se toma un tiempo.
No intenta tapar lo que siente. Lo transita.
Y eso la ayuda no solo a sanar, sino a crecer.

Porque sabe que cada pérdida duele… y eso es normal y sano. Es parte del proceso.
Y que cada duelo es una oportunidad para reconstruirse desde un lugar más auténtico.
 

¿Qué les enseñamos cuando no les enseñamos a estar tristes?

Cuando no ayudamos a los niños a transitar su tristeza, no les estamos enseñando a evitar el dolor.
Les estamos enseñando a ignorarlo.
A vivir desconectados.
A sentirse solos cuando más necesitan acompañamiento.

 

Y eso, con los años, puede derivar en:


– Episodios de depresión y ansiedad.
– Relaciones basadas en el miedo a perder.
– Incapacidad para pedir ayuda o expresar vulnerabilidad.
– Aislamiento social.
– Sensación constante de insatisfacción o vacío.
– Mayor riesgo de problemas de salud mental.

 

Pero si les enseñamos que la tristeza no es debilidad…
Si les ofrecemos espacio, escucha, consuelo y tiempo…
Entonces aprenderán que también se puede ser fuerte mientras se llora.
Que se puede avanzar sin tener que fingir que no duele.

 

Y crecerán sabiendo que toda historia importante merece ser despedida con amor.
Y que la tristeza, bien acompañada, no solo no es peligrosa…
Es parte esencial del crecimiento, del duelo y de la vida.

 

En el próximo artículo, Sofía se enfrenta a la ira.
Esa emoción intensa y explosiva que a menudo incomoda más a los adultos que a los propios niños.
Esa que necesita ser contenida, no castigada.

 

Haridian Suárez

Trabajadora social y Educadora de Disciplina Positiva (@criarconemocion)

Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.3

Todavía no hay comentarios

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.