Acallar las voces disidentes: Trump contra Harvard
Que Trump, el presidente de un país cada vez más cuestionado y que poco o nada puede ser referente del respeto a los derechos humanos y a los valores democráticos, arremeta ahora contra las universidades no es nuevo ni inocente. Responde a una estrategia que atenta directamente contra la libertad de opinión y contra el pensamiento crítico.
Los ataques contra las universidades vulnera de facto lo que se supone deber de ser la cuna de cualquier espacio para la reflexión, el conocimiento, el intercambio de ideas, el debate, el diálogo y la argumentación. Es decir, de todo aquello que genera -y para lo que se necesita- libertad de opinión y de pensamiento. Y suele ser precisamente por eso, contra lo primero que se atenta cuando lo que busca es la instauración de un pensamiento único.
Las universidades estadounidenses habían sido objeto de escarnio administrativo bajo el Gobierno de Joe Biden cuando el colectivo estudiantil de las mismas lideró una protesta mundial en oposición al apoyo de la Casa Blanca al genocidio perpretado por gobierno de Netanyahu sobre el pueblo de Palestina. Fruto de estas protestas fue la detención de más de 2.000 estudiantes, unas protestas que se reprodujeron en las universidades de Australia, Italia, Francia, Inglaterra, Holanda, Alemania y España. En aquella ocasión, diversos análisis comparaban esas manifestaciones con las vividas a finales de los sesenta en el país cuando la población universitaria reclamaba el fin de la guerra de Vietnam, lo que provocó la detención también de un buen número de estudiantes.
Sobre este asunto escribí en esta misma sección de opinión e hice referencia a que si un posicionamiento debía ejercer el alumnado universitario era precisamente manifestarse contra cualquier acción militar o política que supusiera un atentado contra los derechos humanos.
El escenario de ataque actual contra las universidades norteamericanas ha escalado varios puntos en cuanto a su nivel de beligerancia, actuando directamente contra las administraciones universitarias al eliminar el apoyo financiero del gobierno trumpista. De hecho, la administración de Trump se ha declarado abiertamente chovinista y ultraconservadora sentada sobre tu atalaya de multimillonarios, acusando a las universidades de incitar el “antisemitismo” y permitir el “terrorismo” en su campus.
Así lo ha hecho con la Universidad de Harvard, una de las más reputadas, y también elitistas del país, que ha recibido una carta firmada por la secretaria del Departamento de Seguridad Nacional, Kristi Noem, indicando que se le quita la potestad a la Universidad de Harvard para admitir nuevos estudiantes extranjeros.
Esto supone un aumento del grado de los ataques del Gobierno estadounidense contra este centro universitario, -que cuenta en sus aulas con casi 7.000 estudiantes internacionales, el 27,2% de su alumnado-, al que ya había congelado el pasado mes de abril nada menos de 2.200 millones de fondos, alegando “fomentar la violencia, el antisemitismo y por coordinarse con el Partido Comunista Chino en su campus”.
A nadie se le escapa que lo que se evidencia aquí es el pulso de Trump por acallar las voces disidentes y beligerantes de los centros de educación superior contra sus políticas. Es decir, lo que busca Trump es obligar a Harvard, una de las universidades más antiguas del país, a doblegarse a sus exigencias ideológicas, entre las que se encuentran algunas perlas como la cancelación de sus políticas de diversidad e inclusión y la erradicación del fomento de la igualdad en sus aulas y entre sus equipos docentes.
En abril pasado, el rector de Harvard, Alan Garber, respondió que “ningún Gobierno, independientemente del partido que esté en el poder, debe dictar lo que las universidades privadas pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden llevar a cabo”. En este segundo envite, Harvard ha presentado una demanda a la Administración estadounidense para obtener una suspensión cautelar, que ha auspiciado que una jueza federal de EE UU bloquee, por ahora, la orden del gobierno trumpista y Trump ha contestado ordenando poner fin a todos sus contratos con Harvard.
Aunque la cruzada trumpista no ha hecho más que empezar cortando el apoyo financiero a las entidades universitarias, esta medida ha puesto ya en peligro la capacidad investigadora de los centros reduciendo o eliminando directamente la financiación de sus laboratorios y, por tanto, de sus trabajos de investigación en campos como el alzheimer o el cáncer, lo que ha trae consigo el recorte de sus plantillas investigadoras y equipos docentes, y a la no tan larga, la fuga de capital humano científico especializado hacia universidades de otros países.
Es evidente que estamos ante un pulso de poderes con base económica ya que las universidades norteamericanas reciben anualmente unos 60.000 millones de dólares de fondos estatales. Y ya se sabe que quien paga, exige, o se cree con el derecho a exigir.
Estos recortes también han afectado a la Universidad de Columbia, a cuya institución la administración Trump retiró 400 millones de dólares. Columbia, a quien el gobierno republicano denunció por fomentar “el ambiente hostil contra los estudiantes judíos”, fue precisamente el centro universitario donde se iniciaron hace algo más de un año las manifestaciones propalestinas que posteriormente se extendieron como llamas por el resto del país. Sin embargo, el dinero pesa y ante la presión trumpista, Columbia cedió y publicó nuevas políticas de su campus universitario, entre ellas, las de prohibir cualquier tipo de manifestación.
En definitiva, se dice ‘amén’ al poder económico ejercido desde el poder político que ostenta un gobierno que no respeta la libertad de expresión ni de opinión ni de información ni ideológica.
El poder político ejercido con tintes autoritarios que responde a una posicionamiento dictatorial, en las antípodas de lo que se supone debe de ser un sistema que responde a unos principios de gestión democrática para la resolución de las confrontaciones y solución de conflictos. De hecho, nos encontramos ante una ‘anocracia’, según expone en una entrevista publicada en El País con fecha 25 de mayo, en la que la profesora de Ciencia Política de la Universidad de California en San Diego, Barbara F. Walter, aseguraba que ve a Trump “provocando una guerra exterior para forzar un tercer mandato”. Walter, experta en política internacional, es autora del ensayo Cómo empieza una guerra civil, publicado en 2022, en el que expone su investigación sobre los sistemas políticos internacionales e indaga sobre la ‘anocracia’, es decir, el sistema político que no es plenamente una autocracia (forma de gobierno basado en la concentración del poder en una sola persona) pero tampoco es una democracia, sino que se trata de un sistema a medio camino entre ambos.
No nos engañemos, los que manejan los hilos del mundo globalizado en el que nos movemos son unos cuantos multimillonarios que han creado un sistema político a su imagen y semejanza con el único fin de velar por sus propios intereses. Nada les importa ni la población de Gaza, ni la población migrante perseguida y acosada en las calles de las ciudades norteamericanas y expulsada del país a bordo de aviones para dejarlas en cárceles de El Salvador o en el despreciable Guantánamo, ni mucho menos la conservación del medioambiente, ni los derechos de las personas trans ni de las personas cuya ideología es contraria a su ideología uniforme y única.
Lo cual no nos ha de extrañar. Recordemos que Estados Unidos cuenta con el dudoso honor de haber fomentado en los años 50 del siglo pasado, una caza de brujas iniciada por el senador McCarthy contra personas de los medios de comunicación, de la industria del cine, científicos, intelectuales, artistas e incluso gente del propio gobierno y militares, quienes fueron acusados de ser comunistas o espías soviéticos, muchos de los cuales fueron sometidos a juicios sin garantías ni derechos, encarcelados, expulsados del país y ‘cancelados’, es decir, repudiados socialmente y profesionalmente, eso sin contar con la pérdida de sus trabajos y su medio de vida.
Mucho me temo que detrás de todas estas maniobras, tan descabelladas como incoherentes con lo que se supone debería ser un estado democrático y de derecho, lo único que se busca es acallar las voces disidentes, invisibilizar y anular posturas contrarias al gobierno de Trump, un personaje que, envuelto en su arrogancia y prepotencia y establecido en su idolatría personal, no admite que nadie piense o le lleve la contraria en cualquiera de sus disparatados posicionamientos, por mucho que estos supongan un peligro real para la convivencia pacífica del mundo, para el ser humano o para la integridad de un ecosistema medioambiental más frágil que nunca.
Sinceramente, creo que vivir hoy en Estados Unidos debe de asustar mucho, pero mucho me temo que vivir mañana en este país será mucho peor.
Josefa Molina































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