Una oración bien hecha
Era jueves, quizá viernes, cuando me detuve en mitad de mi calle y comprendí, con la claridad súbita de quien descubre algo que siempre ha estado ahí, que llevaba años caminando sobre un cementerio de pasos. Los adoquines guardan el eco de mi padre cuando salió de esta misma casa para casarse con mi madre, con el traje del domingo y el corazón disparado. Cuarenta años después yo hice el mismo trayecto— la misma acera, el mismo sentido, el mismo vértigo—pero al final de la calle él giró a la izquierda y yo a la derecha, como ríos que nacen del mismo manantial pero desembocan en mares distintos.
Doscientos cincuenta y dos metros. Cincuenta y una casas. Diez esquinas. Los números son fríos, pero bajo el cielo tibio que cubre mi calle— desde antes de que fuera calle—, palpita algo que no se puede medir: el latido de quienes hemos elegido este fragmento del mundo para vivir.
Mi calle es irregular, estrecha en sus extremos, ancha en su centro, como la vida misma: angosta al principio y al final, más amplia en su plenitud. Conviene recorrerla mirando hacia arriba, para dejarse impresionar por la gramática sugerente de las fachadas— mi calle es una oración bien hecha—. Y también para apreciar cómo las cornisas juegan con la luz según la hora: a las siete de la mañana, cuando el día aún no ha decidido qué clase de día quiere ser; al mediodía, cuando la claridad golpea las ventanas como una revelación; al atardecer, cuando las piedras devuelven el calor acumulado y los niños señalan a las sombras.
Dicen que antes de calle, mi calle fue camino. Los adoquines se extienden sobre una senda quizás tan vieja como el frío; estremece pensar que basta caminar unos minutos para atravesar no sé cuántos siglos. Es un error creer que las calles sólo sirven para ir de un lugar a otro. Sirven, sobre todo, para ir de un lado a otro de la historia—incluso de la historia personal, esa que uno escribe sin darse cuenta, con las suelas de los zapatos y la obstinación de levantarse cada mañana.
Para unos, la calle es un intestino que digiere gente y vehículos en su descenso constante; para otros, una columna vertebral—con escoliosis—que sostiene el peso de una historia física y sentimental. Para mí, es sobre todo, un pasillo: un espacio alargado donde los pensamientos circulan como corrientes de aire tibio, donde cada paso es una decisión y cada decisión, una pequeña biografía que merece ser contada.
Me gusta pasear por ella eligiendo imaginariamente las casas donde viviría. En la que tiene el número uno, por ejemplo, que es extensa y misteriosa como una noche estrellada; en la veintisiete, con su balcón de madera y su tejadillo donde ya nadie se asoma para ver el ocaso; en la del treinta y cinco, donde algunas tardes suena un piano solitario. Pero siempre vuelvo a la mía, al final del recorrido, con esa mezcla de alivio y complacencia que produce regresar a casa después de un viaje involuntario.
Ayer una mujer lloraba sin consuelo en la esquina del callejón que conduce al juzgado. Desconozco el motivo de su aflicción—el desamor, la muerte, la vida que siempre duele—, pero su llanto caía sobre el mismo empedrado que ha recibido lágrimas de alegría cuando nacen los niños, lágrimas de rabia cuando se rompen los matrimonios, lágrimas de cansancio al final de los días difíciles. Mi calle es pequeña pero te explica toda una ciudad. Y si me apuras, toda la humanidad: sus miedos, sus triunfos mínimos, esa manera que tenemos de seguir adelante incluso cuando no sabemos muy bien hacia dónde vamos.
Esta mañana, mientras ideaba esta tontería que ahora escribo, he pensado qué grande es en realidad mi calle. Qué universo cabe en sus doscientos cincuenta y dos metros. Qué cantidad de vida y de muerte, de esperanza y desencanto, de pequeñas felicidades que nadie registra pero que sostienen el mundo como columnas invisibles e irremplazables. Y entonces, como esos días donde todo encaja con la precisión milagrosa de los astros, sentí algo parecido a la gratitud: por vivir aquí, por caminar sobre las huellas de mi padre, por formar parte de esta oración bien hecha que mi calle escribe cada día bajo un cielo lejano y sencillo. Siempre callado.
Javier Estévez
































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