Muchas personas que vivieron las libertades de la República no acataron con gusto las represiones de la dictadura. Las más oprimidas fueron las mujeres y si no, que te lo cuente mi prima Irene que, como muchos deportistas e intelectuales, abandonó el país ahogada por el sistema.
Irene tuvo la manía de estar siempre corriendo. Cuando niña era la primera en llegar a la escuela, y mira que vivía bastante lejos. Me parece verla ahora con su cara pecosa, sus rodetes de trenzas y su eterna sonrisa esperando la hora de entrar sentada sobre su maleta, en la que, además de los libros, llevaba la colección de estampas de Mujercitas que coleccionaba. En la plaza nos ganaba a todas en las pegas a correr, incluso a los chicos que presumían de ser los mejores.
Había pocas ocasiones de disfrutar en aquellos días grises de la posguerra, pero fueron inolvidables las tardes del mes de mayo, cuando íbamos de excursión tanto a la fuente del Palomar como a la Cruz de Amagro, llevando la merienda en nuestras bolsas de lona. Recuerdo una vez que, mientras todas íbamos lentas por el Camino de Taya, riendo y cantando, Irene se adelantaba corriendo y nos esperaba tranquilamente sentada en el muro de un cercado o tendida en la hierba jugando con sarantontones. Era feliz siendo un tanto solitaria y soñadora.
Irene soñaba con ser corredora. Tenía noticias de que en Madrid se había reactivado el atletismo femenino y aspiraba con ilusión a correr algún maratón algún día; con esa idea entrenaba por los caminos de nuestro pueblo, casi siempre a primera hora de la mañana. Yo era su acompañante, yendo siempre rezagada, pues no aspiraba a nada.
Como es natural, llegado el momento, Irene, jovencísima, se enamora perdidamente de un muchacho, y un día deciden casarse. Ese amor no duró mucho. Por lo visto al marido, aleccionado por el nuevo régimen, quería que se quedara en casa, pues no le gustaba que ella trabajara en aquella oficina donde la mayoría eran hombres ni que saliera a correr sola. Mi prima intentó dialogar con él para que entendiera que el casarse no implicaba renunciar a su modo de entender la vida ni a sus ilusiones. Así estuvieron en un tira y afloja, llevando ella siempre las de perder. La llegué a ver en algunas ocasiones con unas enormes gafas de sol que inútilmente ocultaba un ojo amoratado que intentaba disimular.
Yo fui su mejor amiga (aún lo soy en la distancia) y recuerdo muchas veces verla triste y desmejorada, como las flores que se van poniendo macilentas en un jarrón. En una ocasión, sin embargo, la vi llena de rabia haciendo trizas aquel nefasto librito: Las Once Reglas de La Buena Esposa (editado por la Sección Femenina de La Falange), ejemplar regalado por su suegra cuando se casó, el cual destilaba descarado machismo en todas sus páginas.
Pero un día Irene salió de su casa corrió y corrió sin mirar hacia atrás y no paró hasta llegar al otro lado del océano donde se encontró con enormes extensiones de prados, de selvas, de ríos caudalosos y altas montañas. Allí fue acogida con afecto por gente de habla cadenciosa, viviendo, desde entonces, libre y orgullosa de su colección de trofeos por su participación en innumerables carreras a las que, según sé, aún se atreve a pesar de sus años.
Irene sigue felicitándose de aquella gran carrera que emprendió huyendo de la opresión de un régimen autoritario y de un matrimonio que convertía a la mujer en un ser secundario y dependiente.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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