Casetas playeras

Quico Espino

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Hace poco, uno de mis grandes colaboradores, de los que me surten de fotografías, me mandó varias instantáneas de un pueblo costero en Inglaterra, llamado Southwold, a unos ciento cincuenta kilómetros de Londres, con el mar del Norte al este,  donde hay un paseo con un montón de casetas playeras de madera, todas numeradas, que son realmente llamativas y pintorescas.

 

Antes de llegar al muelle, donde hay centros recreativos, cafeterías, restaurantes y tiendas de regalos,

 

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… nos encontramos con la avenida marítima donde se hallan dichas casetas, como la expuesta en el encabezamiento de este relato, azul y blanca, luciendo un plato de colores con motivos marinos en el frontón, faros y anclas en las cuatro hojas, siendo una de ellas la puerta, u otra verde con ocho cuadros donde vemos utensilios de playa, una tumbona, una gaviota, más faros, una barca y casas vecinas al mar, con barco y todo, en el lugar donde se supone que deben estar la puerta y el ventanal.

 

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Más playera aún es esta caseta rosa y verde claro, con ganchillos laterales para trabar las hojas del doble portón,

 

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… antes de cuyo acceso se puede ver la arena pedregosa de la playa.

 

En el frontón que viene a continuación nos encontramos con Doris,

 

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… la diosa del viento, rubia, entrada en carne, en bañador rojo con motas blancas, alas, flotadores en cintura y brazos, una especie de trompeta (o un cucurucho de helado) que soplará (o lamerá, no me extrañaría con lo rolliza que está,) para llamar la atención de los mortales, y una estrella dorada de cinco puntas que lleva en su mano izquierda.

 

Me gustaron tanto las casetas que por la noche soñé con ellas, todas en fila, más de cien, dejando el litoral con más colores que el arco iris, instaladas en la playa de Gando, tal como la conocí de pequeño.

 

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Nos quedamos todos, la familia entera, en una de esas preciosas casetas. Inexplicablemente, siempre en juego el plano onírico, había habitaciones para todos, con baño en cada una de ellas, y nos acostamos en camas modernas, no en colchones de paja, a los que había que inflar varias veces durante la noche para no dormir sobre tablas, que era a lo que estábamos acostumbrados.

 

Fue en la playa de Gando donde aprendí a nadar, cosa de la que no me acuerdo. Tanto me pasó a mí como a mis cinco hermanos y a mi hermana, porque mi padre, que era más bruto que un arado americano, ante la mirada reprobatoria de mi madre, nos lanzaba a todos al mar, con un año o dos, y cuando nos veía “chapotiando”, tragando agua, medio ahogados, decía: otro que ya aprendió.

 

Recuerdo que, teniendo yo entre cinco y ocho años, siempre íbamos a la playa de Gando en la camioneta con la que mi padre trabajaba, mis progenitores en la cabina y los hijos montados en la carrocería, y que, partiendo de EL Ejido, en Ingenio, cogíamos por la carretera de tierra de Los Moriscos, que salía desde Las Mejías, pasando por la montaña de Marfú, para desembocar en el barrio de Las Majoreras, frente al aeropuerto, con el fin de evitar que nos cogiera la policía. 

 

A veces nos quedábamos el fin de semana (de sábado a domingo, pues aún no se había instaurado el fin de semana inglés). Mi hermana se quedaba en la cabina de la camioneta; mis hermanos y yo en la carrocería y mis padres montaban una especie de choza con palos, mantas y sábanas en la arena, detrás del vehículo, y allí dormíamos todos arrullados por las olas.

 

Después llegó el Ejército y se adueñó de la playa. Por la cara echaron a los usuarios de toda la vida, que se fueran a otras playas cercanas: Ojos de Garza, El Burrero,  Tufia o Agua Dulce, y ocuparon el lugar por obra y gracia de su poder militar. Yo contaba ocho años cuando, junto a mi hermano Agustín, que tenía diez, nos fuimos, a través de un pequeño bosque de setos, desde Ojos de Garza rumbo a Gando, y por el camino nos paró un soldado de guardia, armado con un fusil, que nos hizo retroceder.

 

Parece ser que, en los últimos años, el Ayuntamiento de Ingenio ha reivindicado, ante el Ministerio de Defensa, el acceso de los ciudadanos a la playa, pero siempre le han dado un no rotundo. Me imagino que no les interesa porque, claro, ¿cómo se van a mezclar ellos, militares de élite, oficiales de estrellas y galones, con los paisanos? Sobre todo teniendo en cuenta lo bien que se lo montan en una estupenda playa de uso exclusivo, con su muelle, sus apartamentos, su gran avenida…

 

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En fin, aunque me da bastante coraje que nos hayan quitado la mejor playa a la que íbamos los habitantes de Ingenio, el cual aparece a la izquierda, en la parte alta de la foto anterior, me quedo con el recuerdo de lo vivido: mis padres, mi hermana mis hermanos y yo soñando junto al mar, ese inmenso azul cuyo rumor nos adormeció un montón de veces. Algo que nunca me podrán quitar.

 

Texto: Quico Espino

Fotos: François Hamel y Google

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