
En la playa de Sardina del Municipio de Gáldar, un viejo pescador está sentado en el muro de la playa. Tiene sesenta años, su rostro está surcado por miles de arrugas. Curtido por el sol y el mar del Norte, viste ropa humilde, pero conserva entera su dignidad. Apoya sus dos manos en un bastón y conversa con otro marinero del pueblo sobre cosas de la mar.
En medio de la charla, el otro le pregunta por su vieja barca y Roberto, que así se llama el viejo pescador, le contesta agriamente que se meta en sus asuntos.
Cuando se marcha el marinero espantado por la brusca contestación, Roberto queda solo, sumido en sus pensamientos. Su imagen serena contrasta con una gran agitación interna, apreciable sólo por los ligeros movimientos de sus párpados y un brillo especial en sus ojos. En su cara se reflejan los pensamientos que le asaltan detrás de cada ola, de cada brillo en la superficie plateada del mar... de su mar.
Recuerda con nostalgia su niñez y juventud. Los gritos de las gaviotas cercanas no le impiden trasladarse con el pensamiento a su juventud, cuando contaba con sólo diez y seis años y vivió la experiencia que le dejó marcado de por vida…
...Era el menor de cuatro hermanos: Juan, Pacuco, Julio y Roberto, hijos todos de Juan ”El Rascacio” y de Ernestina, apodada “La Polvorilla” por su vivo carácter. Vivían en una casa-cueva a orillas de la playa de Sardina.
Como todos los días, su padre se levantaba al alba para preparar los aparejos, mientras su esposa espabilaba a los mayores y les ponía una escudilla de leche calentita con mucho gofio...“en la mar hace mucho frío”, respondía Ernestina cuando sus hijos protestaban por el desayuno.
Roberto se despertaba también con ese trasiego y salía con su padre para ayudarle a preparar la barca para la faena del día. Le gustaba mucho esa barca. Una falúa de dos proas pintada de blanco y azul y a la que llamaron Polvorilla, por su madre. Pero lo que más le gustaba era pescar y le hacía mucha ilusión ir con su padre. Pero él siempre le decía lo mismo cada vez que le pedía ir con ellos: “¡Mi hijo, ya tendrá usted tiempo cuando sea mayor!... ¡La mar es cosa de hombres! Y le enmarañaba el pelo con su manaza.
Así pasaron los años hasta que un día, en noviembre y ya cumplidos los diez y seis, su padre le miró con otros ojos. Le llamó, le puso una mano en el hombro y le dijo: ¡Su hermano Julio está para la capital y, bueno, creo que usted ya tiene edad para empezar a faenar… Vaya a coger sus cosas!
A Roberto se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja y corriendo entró en la casa a preparar su matalotaje para la jornada.
Cuando salieron de la bahía, enfilaron hacia el Farallón camino de la Punta Las Arenas. A Roberto no le cabía el corazón en el pecho de la emoción que sentía.
La jornada fue buena y se portó como un buen marinero. A media tarde, el tambucho iba repleto de samas de pluma, brecas, sargos briaos, gallos y algún que otro bonito listan que lograron pillar.
De repente, cambió el viento. Su padre se quedó serio mirando a lo lejos. Nubarrones negros se fueron arremolinando en el horizonte, la superficie del mar se vio agitada y se erizó de olas cada vez más grandes provocadas por el viento del Sureste.
Estaban faenando lejos, a la altura de los Andenes y la vuelta con ese tiempo que empeoraba no sería fácil. La tormenta les cogería a mitad de camino.
A una orden de su padre, recogieron los tiraos de fondo e iniciaron el regreso. A medida que avanzaban, con el motor a toda marcha, se fue arreciando cada vez más el mal tiempo. Roberto miraba asustado a su padre, quien de vez en cuando se giraba para atrás para observar la tormenta que se les venía encima, y miraba a sus hermanos, que iban serios y concentrados.
A la altura del Roque Faneque les pilló lo peor de la tormenta. La barca familiar, hundía la proa con cada ola y las sacudidas hacían temblar la crujía. Su padre daba órdenes a todos: ¡Pacuco, achica rápido!, ¡Asegura los aparejos, Juan!, ¡Agárrate fuerte, Roberto!
En ese momento, una ola mayor de lo previsto, les golpeó de costado y volcó la barca cayendo todos al mar embravecido. Roberto tuvo que luchar por su vida pues el mar parecía querer tragárselo, pero con un gran esfuerzo salió a la superficie. En medio del oleaje vio a sus hermanos agarrados a la barca que estaba boca abajo. Llamaban a gritos a su padre, desesperados. Roberto se sumergió varias veces para ver si lograba verlo, pero fue inútil. El mar se había cobrado su parte.
Roberto y sus hermanos agarrados a la barca que era arrastrada por el oleaje hacia la costa pudieron llegar a una cala cerca del Barranco de La Palma. Al pasar la tormenta, pudieron caminar hasta la carretera donde fueron socorridos.
A partir de ese día, su madre, desolada, maldijo a la barca que llevaba su apodo y no la volvieron a usar más.
Para Roberto fue peor, pues sólo pudo salir a pescar con su padre un sólo día, el mismo de su muerte.
Ese recuerdo le dejó la tristeza en su mirada y, en el alma, un infinito desconsuelo.
































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