Hace poco estuve en una conferencia muy participativa, en la que, entre otras cosas, se habló de las plañideras: mujeres que aprovechan los duelos para llorar de manera un tanto teatral, sin sentirlo, como pasó en la película “Zorba, el griego”, basada en la novela de Nikos Kazantzakis, protagonizada por Anthony Quinn, Irene Papas y Alan Bates, con guión, producción, montaje y dirección del chipriota Michael Cacoyanis.
Me he remitido a esa obra como bien podía haber citado a “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” (1605), del celebérrimo Miguel de Cervantes, en la que también aparecían tales mujeres llorando a los muertos sin sentir pena alguna, que fue un hecho que, más de tres siglos y medio después, viví yo en mi pueblo natal, Ingenio, pues asistí a varios duelos caseros, de esos que había que pedir sillas a los vecinos, (aún no había ni rastro de tanatorios) en los que algunas plañideras daban el cante.
Recuerdo que asistir a dichos duelos fue para mis amigos y para mí, allá por el año mil novecientos sesenta y cuatro, nosotros con once o doce años, una especie de divertimento, pues íbamos a reírnos de los gritos que daban las mujeres, las viudas en especial, a las que catalogábamos de plañideras, palabra que nos habíamos aprendido recientemente.
Evoco una escena que permanece indeleble en mi memoria (parece que fue ayer pero hace sesenta años), en la que una señora, de negro cerrado, lloraba amargamente, dando alaridos, por la muerte de su marido, de cuerpo presente, al que llamó en varias ocasiones “tenique de mi casa”, algo muy habitual, y al que dijo un montón de veces: “¡con lo bueno que eras!”. Justo al lado se hallaba su hija, a la cual le faltaban algunas luces, y ésta gritó: “Cállate, madre, que era malo”.
Vi las sonrisas veladas de algunas mujeres, y nosotros tuvimos que salir a la calle para dejar que brotara la risa que habíamos reprimido. Allí se encontraban muchos hombres, que también habían tenido que echarse fuera para soltar sus carcajadas contenidas.
El “plañiderío” era algo que afectaba a casi todo el mundo entre la clase baja, de la que pocos se salvaban en el pueblo. Quitando al cura, al médico, al farmacéutico y alguna que otra familia, nadie escapaba a esa clasificación. Una de mis abuelas, por ejemplo, se desgañitó gritando desesperada por su difunto marido:
-¡Ay, mi amor, que te fuiste pa siempre jamás! ¡Ay, tenique de mi casa, que me dejaste sola y ahora no tengo quien me ampare! ¡Ayyyy!–. Y en medio del lamento, viendo que una vecina llegaba al duelo con las manos vacías, exclamó: –¿No me trajistes ná, quería?
Sabido es que, por aquellas fechas, las mujeres, salvo excepciones, no hacían ningún trabajo remunerado y, por ende, sus maridos eran los mantenedores, los teniques de la casa. Por eso cuando enviudaban les llevaban de todo, desde gofio hasta sacos de papas, racimos de plátanos, verduras para los potajes, granos, gallinas, conejos, pichones, huevos y un sin fin de géneros para la despensa.
Mi padre, sin ir más lejos, murió en 1982, y mi madre tuvo judías, garbanzos, lentejas, café, etc. durante más de un año. Recuerdo perfectamente que regaló muchos paquetes de café porque la mayoría eran torrefactos o de mezcla y a ella le gustaba natural.
En la foto que encabeza este artículo, sacada por la costa de Sardina, aparecen dos grandes rocas que forman un triángulo al chocarse y, según las vi, las catalogué de teniques, que, según el diccionario básico de canarismos, se refiere, en singular, a cada una de las tres piedras que sirven para sustentar un tostador, una olla u otro recipiente, pero en mi infancia se le decía también a grandes peñascos como los que había en la playa de El Burrero, donde solíamos subirnos los bañistas: La Cuna, La Guadisa y La Bartola, tres teniques que la marea había arrastrado hasta allí, como los que vemos en el Charcón, por allá del Paso del Sargo, al lado de las dos rocas que establecen un triángulo al tocarse, rumbo hacia El Faro de Sardina.
![[Img #28116]](https://infonortedigital.com/upload/images/05_2025/5068_tenique02.jpeg)
Son riscos, peñascos, morros desprendidos de las montañas que forman la orografía de nuestro planeta, parte de la naturaleza a la que también integramos nosotros, los seres humanos, que somos de carne y hueso, como mi abuelo, o cualquiera de los maridos que dejaron viudas a sus mujeres, las cuales, al quedarse sin el sostén económico de sus esposos, lloraban a grito pelado y vociferaban que se habían quedado sin el tenique de su casa.
Texto: Quico Espino
Fotos: Ignacio A. Roque Lugo
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