Fernando Tocino ViedmaNunca había visto el tamaño de un vaso de Cola Cao caliente servido en un bar. Siempre pensé que el Cola Cao era sólo para el hogar y la intimidad de la familia. Siempre creí que era el ritual mágico del despertar de cada día, en mi casa y en las de todo Cristo viviente. El desayuno energético con banda sonora de fondo, escuchando "Tamaragua, buenos días" de Mara Glez. Nunca imaginé que se sirviera en los bares y cafeterías adornados y emplatados con su sobre amarillo y rojo, aderezado con dos sobres de azúcar con refranes canarios impresos en el dorso. Es difícil de imaginar un vaso con el sucedáneo sin tener debajo, el lule con algunas heridas marcadas y descosidas con verduras impresas, o la mesa de formica verde que se vendieron como rosquillas en los años 70 a juego con las sillas, el aparador y la despensa de la cocina. Era prescriptivo usar esos vasos de duralex acalabazados que las clases pudientes nunca pudieron valorar. Mi ritual siempre fue un vaso de Nocilla (principios del reciclaje del vidrio allá por los 70) una cuchara de alpaca de las baratas y el bote de Cola Cao de medio kilo. Si bien, en las familias numerosas el formato de caja de cartón de 2 kilos se antojaba indispensable y ahorrador. Por supuesto, motivante, ya que con esos 2 kilos te regalaban una pelota inflable para jugar en la playa, y que se picaba en menos que un “chinguío”.
Despachando en su bareto, ella colocó el tremendo vaso de leche con el sobre que todos sabemos al más poderoso estilo de la preparación y emplatado del Masterchef, emulando las 2 estrellas Michelin de aquel garito. Me miró fijamente como si tuviera la certeza de que se había pasado en las dimensiones de aquel vaso por el mero y sencillo precio de 2 euros. Tan sólo ella y yo, sabíamos que las desproporcionadas dimensiones de aquello eran como para pensárselo. Le espeté y comenté que, si eso era así, aunque viviera en La Aldea vendría a tomarme todas las mañanas un desayuno de aquel tamaño por el módico precio ya estipulado por ella. Se rio y le brillaron los ojos de risa.
Cada miércoles salía de casa a participar en una Jam Session de músicos curtidos y con ganas de gresca de la buena en los escenarios de aquel espacio de libertad para la creatividad y el aprendizaje. La antesala de los inicios de los conciertos estaba abarrotada en la barra del bar al grito de cubatas, vino, cervezas y algunos licores fuertes a modo de ceremonia de las enseñanzas de Don Juan y su peyote. Pero yo sólo pedía mi recipiente de Cola Cao y mis dos sobres de azúcar. Ella miraba al resto de mortales con una mirada amable y empática. Pero su servicio para con mi bebida, era especial. Sus ojos se abrían y dejaba ver que la complicidad con el vaso de leche traería buenos augurios. Lo delicado de su atención me llevó a preguntarle por su nombre. Yo también le di el mío. Desde entonces intuyo que tomaremos muchos chocolates en la mesa de formica y su anticuado pero sabroso lule, desterrando el sobrevalorado Nesquik de la faz de la tierra.
El tiempo pasa y sigo visitando bares y cafeterías pidiendo mis cubatas y mis cervezas fresquitas. Sin embargo, a cualquier hora del día necesito un Cola Cao que sé dónde mejor los sirven. En aquel bar y en la intimidad de la mesa verde de los 70. Todavía me siguen brillando los ojos cuando me viene al pensamiento.
Fernanthose2025 (Fernando Tocino)
































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