LA BRISA DE LA BAHÍA (227). Kokoro, de Natsume Soseki

Nunca me dejo llevar por las recomendaciones de libros, más que nada no porque desconfíe de los amigos, sino porque mi gusto es tan peculiar que ni siquiera sabría definir muy bien. Sin embargo, he de reconocer que, en esta ocasión y sin que sirva de precedente, la recomendación que me hiciera en un determinado momento Javier González, de la Librería Doramas, ha servido, entre otras cosas, para comprender y conocer otras literaturas no solo más alejadas, sino que también contribuyen a celebrar la vida: Natsume Soseki, Kokoro, Satori Ediciones, Gijón, 2024.

Este escritor japonés parece escribir como si no le costara: va directamente al grano, lo cual es de agradecer. Y lo hace, además, sin aspavientos lingüísticos: su prosa es de una sencillez que deslumbra y, al mismo tiempo, engancha. Además, sus pequeños capítulos, agrupados en tres partes, sirven como tesoro preciso y precioso de una expresión que pretende ir más allá. Y no porque cuente aventuras inmortales e imposibles, sino que están tan arraigadas en la tierra que pisamos que por sí mismas nos resultan sorprendentes. Y eso no solo constituye una garantía expresiva, sino que viene a decir que las palabras, sean las que sean, siempre dicen. Y en esta ocasión dicen bien.

Habla, al mismo tiempo, de la juventud y de la ancianidad: dos etapas trascendentales en la vida de cualquier persona; lo que viene a demostrar una obviedad: la vida es igual en cada lugar, por muy alejada que esté de nosotros. Mirar el planeta desde cualquier orilla sirve para significar de manera diferente; sin embargo, la realidad cercana es tan fuerte que no solo condiciona la visión que tengamos de la Tierra, sino que, además, constituye una peculiar y característica forma de observar la trascendencia vital. Al final, todo se amplía de manera exponencial y se enriquece el conocimiento.

Y eso es lo que nos ha sucedido con Kokoro, nombre extraño y difícil de memorizar: siempre nos recuerda que la lejanía solo es eso: un punto de vista tan distinto al nuestro que por esa misma razón nos atrae y nos atrapa, dejando ver que la Literatura es una manera concreta y personal en el planteamiento de los variados asuntos. Está comprobado que el punto de vista elegido es tan válido como otro y que cada uno es cada uno: lo que a una persona interesa y escribe no tiene por qué coincidir con los gustos de nadie, y menos aún de los empedernidos lectores: ese ejército callado y solemne. Lo que quiero decir es que las formas de decir y escribir son tan variadas y posibles que siempre estaremos aprendiendo; incluso cuando las novelas renqueen y sea difícil entender su precipitado final, por ejemplo. Cada visión es única y quizás sea ese el verdadero valor de la Literatura, que como en esta ocasión celebra la vida. Sin más. Que no es poco. Y celebrar la vida viene a ser algo así como vivirla sin más pretensiones que intentar alcanzar la felicidad; por otro lado, algo tan difícil como casi imposible. Imposible más por la propia mirada que por cualquier asunto que en un determinado instante nos incomode. Queremos decir que la dificultad de alcanzar es propia de los humanos, tan imperfectos y difíciles de consolar.

En cualquier caso, una novela más que interesante donde la muerte es parte intrínseca de la vida. Si pueden, no se la pierdan.

Juan FERRERA GIL