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La radio es uno de los medios de comunicación que más ha contribuido a promover la cultura en nuestra sociedad a través de la información, los programas musicales, tertulias, análisis, radio novelas y un largo etcétera. En mi casa había una radio, un verdadero armatoste, y uno de mis primeros recuerdos, teniendo cinco años,
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... es que mis padres y mis hermanos mayores se reunían cada domingo, a media mañana, si mal no recuerdo, para escuchar en la cadena Ser un serial radiofónico titulado “Matilde, Perico y Periquín”, escrito por Eduardo Vázquez y patrocinado por Colacao (en cuya canción propagandística se hablaba del África tropical), con las voces de Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño, la cual gozaba de un timbre de voz que le permitía imitar a un niño pequeño.
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A mi familia le encantaba la serie, en especial a mi hermana, que fue la que me convenció para que me sumara al clan, ya que Periquín, alegaba ella, contaba los mismos años que yo, y a mi padre porque se llamaba Pedro Pablo, igual que el actor principal. Todos coincidían en que, en actitud, me parecía mucho a aquel niño travieso, y mi madre me decía que yo aparentaba ser un santito que no rompía un plato pero que era más ruin que Periquín. (Alguna que otra vez me comparó con la carne de pescuezo). La verdad es que me tenía las nalgas calentitas de las tortas que me daba. Yo prefería las tortas a los pellizcones, los cuales me dolían más porque me retorcía los dedos en el brazo, como si quisiera arrancarme un cacho.
Era tal el deleite que nos producía dicha serie, que estábamos todos esperando que llegara el domingo para escucharla. Un cuarto de hora que se nos iba en nada pero que disfrutábamos mucho. Mi padre se echaba unas carcajadas tan sonoras que mi madre lo mandaba a callar porque no se escuchaba nada con aquellas risas tan escandalosas.
Yo tenía ocho años
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… cuando la radio se rompió, precisamente un domingo, mientras escuchábamos la serie atentamente.
-¡Me cago en la leche machanga! –profirió mi padre, con tono de enfado–. Esto es como una patada en la barriga, por no decir un poco más abajo, pues hay ropa tendida –añadió, mirando para mí y para mis hermanos de diez y doce años, aunque sabíamos perfectamente a lo que se refería, pues no era nada nuevo oírle despotricar y blasfemar, cosa que hacían la mayoría de los hombres de la familia y de la vecindad.
Todos pusimos caras largas, como si fuera una tragedia. Mi madre, resignada, dijo que más se había perdido en la guerra y, de inmediato, se metió en la cocina para preparar el almuerzo. Mi hermana y mis hermanos se quedaron tan “rascaos” como yo, pero a mí me produjo tal desazón que enseguida me puse a pensar quién de mis vecinos tenía radio. De pronto recordé a una tal Mariquita Isabel, que vivía al lado de mi casa y que hacía juegos de mantelerías en un telar. En su vivienda había visto yo una radio parecida a la nuestra.
Calladita la boca fui a hablar con ella. La encontré, junto a su familia, oyendo el final del capítulo y me tuve que esperar hasta que se acabó. Y cuando quise contarle el motivo de mi visita, saltó la voz del locutor que dijo que Radio Atlántico, en Las Palmas de Gran Canaria, había comprado los derechos de la serie y que, en lugar de los domingos, la emitiría de lunes a viernes, a las tres de la tarde, dos capítulos seguidos, empezando desde el principio, en 1955. O sea que yo, que empecé a oírla dos años después, podía recuperar todos los capítulos que me había perdido, que fue lo que le dije a Mariquita Isabel.
-Con una condición –me indicó.
-¿Cuál? –pregunté yo.
-Que hagas las urdimbres de los telares.
-¿Cómo se hace eso?
-Es fácil. Ya te lo explicaré.
El caso es que seis meses más tarde, creo recordar, pasé de hacer la urdimbre a urdir la trama, usando hilos de lana, lino, algodón o seda, dependiendo de la labor, mientras escuchaba en la radio las peripecias de la familia formada por Matilde, Perico y Periquín, de la cual me llegué a cansar porque dejé de sentirme identificado con el niño protagonista. Yo pensaba que él también tenía ya casi nueve años, como yo, pero me di cuenta de que seguía haciendo las perrerías de un crío de cinco. No había caído en el hecho de que él era un personaje que tendría siempre la misma edad.
Ya había cumplido nueve años cuando dejé de ir a casa de la vecina a escuchar la serie, pues prefería unirme a la jarca de chiquillos que partían para el barranco, tan pronto acababa el almuerzo, donde teníamos hasta una cueva como cuartel general. Entonces cambié la urdimbre y la trama por los juegos, como, entre otros, saltar a piola, jugar al escondite, al fincho, al pañuelo y al huevo, araña o caña. Y el barranco, con la cueva, los árboles, los llanos, los charcos y los veriles, se convirtió en el patio de mi casa.
Texto: Quico Espino
Imágenes: Google y álbum familiar
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