Ilustración: Antonio Juan Valencia MorenoMi tatarabuela Cayetana no tuvo un momento de sosiego desde que su hermana le aconsejó lo mejor que le convenía para no quedarse sola en aquella casa tan alejada.
En aquel tiempo, esta joven de apenas diecisiete años, menuda pero fuerte, de ojos soñadores y boca voluntariosa, sentada en el escalón de la puerta de su casa trenzaba su negra cabellera, y ensimismada en sus pensamientos miraba extasiada las montañas allá lejos, donde la luz dorada del atardecer le daban un realce casi mágico. De repente, chasqueando la lengua, recordó con tristeza que dentro de pocas horas tendría que abandonar sus verdes riscales, sus queridos prados, el humilde hogar donde se crió para cruzar los mares en busca de un porvenir incierto, que maldita las ganas que tenía.
La muchacha estuvo sentada en aquel escalón un rato más, hasta que la oscuridad empezó a adueñarse de sus montañas y ya no distinguía el manzano del patio, sólo el susurro de sus ramas. Tenía que darse prisa en recoger las escasas pertenencias que había ordenado sobre una silla y disponerlas en aquella maleta que le habían prestado, sin olvidar el estuche de costura. Dormiría unas pocas horas y estaría atenta a la llamada de su hermana para partir rumbo a la Villa por las veredas que tanto pateó con sus cabras desde que era una niña, y que volvería a hacerlo por última vez en triste despedida.
Ya amanecía cuando apareció su hermana, arrastrando a sus dos soñolientos retoños, y su marido que cargaba con sus bultos. Cayetana cerró la puerta de su casa guardando la llave en la faltriquera, bajo sus enaguas, y con gesto amargo y mudo se despidió de su hogar, de las montañas y prados, guardando muy bien su recuerdo en el corazón, junto a los de su infancia feliz y el amor de sus padres que, según su hermana, antes de fallecer por la epidemia de la peste que asoló la isla en aquellos tiempos, le habían encomendado que se llevara a su hermana a las Américas, en búsqueda de una vida mejor. Ella estaba dispuesta a cumplir su promesa.
La pequeña comitiva fue bajando de las Medianías por los senderos que los Llevó a la Villa de Gáldar, donde compraron los víveres necesarios para la dura travesía por aquellos ignorados mares y, acto seguido, partieron en una carreta de mulas por el polvoriento Camino de Sardina hasta el puerto, apretujados junto a otra familia de emigrantes y sus bártulos. También ellos iban un tanto asustados por la aventura que estaban a punto de emprender.
Al llegar a la costa, pasado el mediodía, nuestros protagonistas observaron la ajetreada actividad en el puerto por la eminente partida del pailebot, que se mecía fondeado no muy lejos con sus velas desplegadas, adivinando a su patrón ansioso por aprovechar la subida de la marea y zarpar pronto con destino a Santa Cruz, donde esperaba a los emigrantes canarios un gran velero en ruta a Puerto Rico, destino de estas familias.
El marinero de la barcaza que los acercaría al navío daba grandes voces, llamando a los pasajeros dispersos por el muelle a embarcar sin demora. La familia de Cayetana ya estaba acomodada en la pequeña embarcación, pero ella quedó en tierra, indecisa primero pero decidida al fin, y vio, con angustia, cómo su hermana, alejándose, se desgañitaba gritando que subiera en la próxima chalupa, pero ella, sacando las llaves bajo sus enaguas y enarbolándolas, le dio a entender que se quedaba, que no abandonaba la isla aunque pasara penurias, y les iba mandando besos volados mientras corrían lágrimas por su cara.
Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno































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