Microrrelatos. Crónicas desde el infierno

Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra. Es trabajo de sobra para toda una vida. Louis-Ferdinand Céline 'Viaje al fin de la noche'

Josefa Molina Lunes, 07 de Abril de 2025 Tiempo de lectura:

En memoria de Dorothy Lawrence,

primera mujer británica periodista de guerra

 

Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo,

pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra.

Es trabajo de sobra para toda una vida.

 

Louis-Ferdinand Céline

'Viaje al fin de la noche'

 

Yo quería contarlo todo, describirlo todo aún sabiendo que el todo es inabarcable. El olor asfixiante de la pólvora, el grito desesperado del pavor, el lacerante dolor de la herida, el crujir de los huesos al romperse, las náuseas que producen pisar los cuerpos que yacen bajo las telas caquis de los uniformes, el silencio tras el fuego de los fusiles, la oración última del que se sabe a punto de morir.

 

Quería contarlo todo pero el todo es inefable, huidizo, se escapaba entre las líneas del terror que me provocaba ver a través de mis propios ojos cómo se iba la vida mientras sostenía la mano de un soldado. Aún tengo algunas de las chapas de identificación de mis compañeros. Porque justo eso éramos: compañeros en una misma locura; compañeros con un solo objetivo, sobrevivir a aquel infierno.

 

Recuerdo cómo me asfixiaba la presión de las telas contra mi pecho justo en el momento en que una bala rozó besando el aire a la altura de mi sien. Dejé caer mi cuerpo como un fardo sobre el suelo lleno de lodo. No me importó. Supervivencia. Resistencia. Solo quería en salir de allí viva y contarlo.

 

Cuando me decidí a abrir los ojos, mi mirada se cruzó con las cuencas fijas y vidriosas de unos ojos azules. Eran los ojos sin vida de un chico, apenas un niño. Tenía media cara desfigurada por la bala que iba para mí. La piel sanguinolenta le colgaba por un lado dejando al descubierto parte de la mandíbula y los dientes ensangrentados. El rostro de un fantasma burlón, eso parecía. La sangre fluía a borbotones salpicando la ropa sucia de barro, lluvia y cuerpos que comenzaban a pudrirse. Fue entonces cuando respiré el olor intenso y agrio de la muerte. Me dieron arcadas. Vomité hasta vaciarme porque tuve la certeza de que aquel sería el final.

 

-Pero, ¿tú estás loca? Se pueden escribir crónicas sin jugarse la vida, me dijiste.

 

-Tal vez pero quiero contar con mis palabras lo que no nos quieren contar, lo que no vemos desde aquí, a miles de kilómetros de distancia. Quiero relatar lo que pasa en las trincheras; dejar testimonio por escrito del día a día, abrir un hueco a la verdad, te contesté con una sonrisa en los labios.

 

-Pero es muy peligroso, Dorothy. Te pueden matar el mismo día que llegues allí. Es una guerra, ¿recuerdas?

 

Claro que sí. Lo recordaba como recordaba aquella conversación contigo meses antes cuando te comenté mis intenciones de ir al frente, de formar parte de algún batallón en Francia. Fui un ingenua, ahora lo sé. No, la guerra no era lugar ni para mujeres ni para hombres. La guerra solo era un lugar donde unos jóvenes matan a otros que no conocen de nada, sin saber el porqué, en defensa de una bandera, de un país, sin conocerse, sin odiarse. ¿Por qué matarse, entonces? Era de eso de lo que quería hablar en mis crónicas: ¿Por qué hacer una guerra?

 

Me arrastré por el suelo fangoso para llegar hasta mi pequeña mochila de cuero y extraje la libreta. Solo así lograría contar lo que de verdad pasaba en aquellos hoyos infestados de muerte. Solo así podría rendir homenaje a aquellos muchachos, algunos todavía imberbes, que morirían sin besar nunca a una chica. También yo podría morir sin haber sentido la presión de unas manos sobre mis pechos, una presión apasionada, muy distinta a la que ejercían las sucias telas que transfiguraban mi cuerpo en el del soldado Denis.

 

Tal vez me obliguen a callar pero lo contaré todo, con mi pluma, con mis palabras, con mi personal experiencia en el frente. Seré el testigo mudo de esta maldita locura humana. Esa era mi única motivación, mi único destino.

 

Me incorporé ligeramente para intentar ver algo más allá de la lluvia que arreciaba con fuerza cuando el impacto de una bala me hizo caer de nuevo. Grité de dolor. Maldije al mismo dios que nos había olvidado en aquel condenado lodo de pánico y aniquilación. Un río de sangre comenzó a manchar de marrón oscuro mi battledress. Sentí la tibieza de mi sangre colarse por el pantalón y llegar hasta los calcetines de lana enfundados en mis botas. Me encogí. No quería ser parte del festín de las ratas que recorrían a sus anchas aquel agujero fétido. Qué ironía, pensé, ahora podría contar qué se siente al verse a tan solo dos pasos de las puertas del averno. Y entonces, me desmayé.

 

Cuando desperté una enfermera me cambiaba la venda.

 

– Ah, por fin, estás de vuelta -me dijo-. Teníamos serias dudas de que lo hicieras. Tranquila, estás en una tienda para ti sola, alejada de los demás. Has tenido mucha suerte. Además, te ha venido a visitar el único oficial que queda con vida en esta parte de la contienda. Desde que puedas caminar, regresas a casa.

 

La miré sin entender demasiado. Intenté moverme. El dolor me atravesó como si una bayoneta se ensartara en mi cuerpo y me traspasara de arriba abajo.

 

–Tienes que estar muy loca, solo así se entiende que estés aquí, me recriminó antes de darme la espalda y alejarse sin mirarme más.

 

Yo solo quería escribir sobre la guerra, dejar constancia de este infierno, le contesté en silencio. Solo quería demostrar lo que una chica inglesa común, sin credenciales o dinero, podía lograr.

 

Después vinieron los años más difíciles. Pusieron en duda mi palabra, mi capacidad para escribir, mi valía como periodista. Me tomaron por espía y me recluyeron en un convento francés. Me obligaron a callar, por eso no le pude contar nada a Emmeline Pankhurst.

 

Intenté vender mis crónicas a las revistas pero me lo impidieron. Publiqué un libro pero los que mandan me cerraron las puertas. Una mujer no podía desafiar el buen nombre del ejército, una mujer no podía poner entredicho las fisuras del gran ejército británico.

 

Aquello me llenó de desesperanza. Me había jugado la vida para nada, para ni si quiera dar a conocer mi historia a las personas que quisieran escucharme o leerme.

 

Para callarme, me señalaron como loca. Y enloquecí, sí, claro que enloquecí pero de rabia y de frustración. Eso fue todo.

 

Llevo más de cuarenta años encerrada en este sanatorio del norte de Londres. Y ahora ya es tarde. Ahora ya nadie quiere saber ni quién soy ni lo que hice.

 

Hace frío, mucho frío. Debe de ser octubre. Afuera caen las hojas y llueve. Aquí siempre llueve.

 

Love me do, love me do, you know I love you, suena en la radio. No, nadie me ama. Crecí sin el amor de unos padres y moriré sin el cariño de una familia. No tengo amigos. Solo esta pequeña radio me acompaña en estos días de infierno. Otro infierno, desolador y solitario en el que he ido envejeciendo sin importar al mundo, sin importar a nadie.

 

Y ya estoy cansada, muy cansada. Espero que alguien cierre mis ojos cuando llegue el momento.

 

Nota de la autora: Este relato está incluido en la antología ‘101 relatos del periodismo’, editado por la Fundación Vinatea en conmemoración del Día Mundial de la Libertad de Prensa. La obra recoge 101 textos escritos por profesionales del periodismo en activo, en memoria de otros tantos periodistas, hombres y mujeres, que han dedicado su vida al ejercicio de la comunicación y la información.

 

Josefa Molina

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