Madres

Quico Espino

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La Naturaleza es la madre primigenia, la que dio vida a todos los seres que en ella existen, y como tal la siento, la respeto y la quiero. Es con ella con quien hablo cuando necesito ayuda. Es al cielo, al sol, al mar…, a quienes me he dirigido en esos momentos de incertidumbre, en los que me pregunto quién soy, qué estoy haciendo aquí y el por qué de la existencia.
 
La mar me responde hablando a través de las olas, que me adormecen en la noche. Y digo la mar, en femenino, porque es la madre que más quiero, a la que percibo como la madre que la Naturaleza me ha otorgado, en la que me baño casi a diario, pues me cobija, me acoge siempre en su regazo, entre sus aguas en calma, dejándome flotar en ellas, y me acuna, me mece con el vaivén de sus ondas y yo siento que estoy en el limbo, en el útero materno, el de mi madre, la mujer que me dio a luz, la que aparece en la siguiente foto
 
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… en compañía de mi padre y de mis cuatro hermanos mayores, aunque aún falta uno que me llevaba casi dos años y que presumía de haber nacido el uno del uno del cincuenta y uno. Mi querida madre, vestida de negro en la imagen, de luto riguroso, me hizo ver los colores del mundo, sobre todo el azul del cielo y  el del mar. 
 
Además de mi madre biológica y de la Naturaleza, que es la única con la que cuento ahora, puedo presumir de haber tenido muchas segundas madres que me han acogido en sus casas y que me han invitado a comer infinidad de veces, tanto en mi pueblo, Ingenio, como en La Laguna y, especialmente, en Gáldar: Conchita, que me invitaba cada Navidad a una tapa de baifito, con una copa de vino; doña Basilia, a la que le puse el doña (cosa que a ella no le agradaba) porque el diminutivo me resultaba feo; Antoñita López, que solía hacer mantequilla con la nata de la leche;  Antoñita Estévez, a la que le gustaba hablarme de las novelas que leía; Cupelita, que me recitaba coplas y dichos; Juanita, muy dada a contarme cosas de su juventud; Milagrosa, que tenía una librería y le gustaba hablar de los libros que había vendido,  y Mami, mi mami de Sardina, que es de la única que tengo fotos
 
 
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… porque he escrito varios artículos dedicados a ella y a su poesía. Creo haber dicho ya que, a cambio de que yo le pasara sus escritos al ordenador, ella me propuso que la tuteara y la llamara Mami.
 
¡Qué suerte la mía!, pues, aparte de estas segundas madres citadas, las cuales coincidían en el hecho de sentarse conmigo a la mesa para verme comer, ya que, según ellas, soy muy bueno de boca, me vanaglorio por igual de tener algunas segundas madres que se podrían catalogar de hermanas mayores y que todavía, excepto Pilar, mi vecina, a la que eché mucho de menos después de que nos dejó, están vivitas y coleando. Ellas también me han acogido en sus casas: Maruca, que siempre me invitaba a comer potaje de arvejones y que se reía mucho con mis chistes; Julia, que toca instrumentos de percusión y canta en la Agrupación Musical Santa Cecilia; Alicia, a la que doy clases de Inglés y a la que considero una alumna aplicada, y Auri, la hija de Mami, que se parece un montón a mi hermana Marisa y que me invita a almorzar cada dos por tres.
 
Yo siempre me presentaba, y aún lo hago, con un ramo de flores, o una botella de vino, o una bandeja de dulces, que era lo que solía llevar a casa de Cupelita, en San Isidro, a donde fui a comer potaje de berros todos los martes durante una larga temporada. Sus nietos aparecían por allí acabado el almuerzo y, como sabañones, daban buena cuenta de los pasteles. 
 
Por último quiero nombrar a doña Juliana, la alfarera de Hoya de Pineda, que también fue como una segunda madre para mí durante una semana. La misma que yo, como vicedirector del Instituto Saulo Torón, habiendo organizado, en el curso  1985-86, una semana cultural, la contraté a ella y a sus hijas para que fueran al Centro a introducir al alumnado en el mundo de la cerámica. Recuerdo que un día, en su casa, comiéndonos un potaje de jaramagos, al que me había invitado, me dijo que, para ella, yo era como una especie de hijo menor. A continuación me regaló un bote de miel de flores, dos vasijas y dos jarras de barro y, sobre la marcha, se puso ante el torno e hizo una talla que terminó poniendo sobre su falda, abrazándola, una vez sacada del horno.
 
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Después me la ofreció. Todas sus obras las tengo en mi casa, las veo a diario y cada vez que poso la mirada sobre ellas, recuerdo a doña Juliana con su batilongo canelo y el pañuelo amarrado a la nuca.

 

¡Mi madre! ¡Qué afortunado soy! ¡Y qué agradecido me siento! Una vez más puedo decir, como dijo la compositora y cantante Violeta Parra, gracias a la vida, que me ha dado tanto.

 

Texto: Quico Espino

Imágenes: Eugenio Aguiar, álbum familiar y Martín del Rosario.

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