El último vuelo
Sucedió hace años, en una ciudad limpia y ordenada. Las casas narraban historias propias a través de sus colores. Las hojas de los árboles bailaban con el viento. La gente andaba a toda velocidad. Yo, en cambio, me sentía como un domingo lluvioso y cansino. Traté de dar esquinazo al desánimo en una terraza. Pedí café. Hojeé el periódico. Cuando, de repente, ocurrió algo extraordinariamente luminoso: tenía ante mí la esquela más hermosa y enigmática que jamás había visto. Una página en blanco con solo una frase. Y un verso en italiano. Nada más. Sin nombres, sin fechas, sin símbolos ni datos. La leí decenas de veces. Emocionado. Intrigado. La analicé tratando de adivinar qué sucedía en el alma de quien la concibió. Concluí que no era fácil escribir algo así, tan breve, tan hermoso. Porque hay que saber escoger muy bien las palabras. Porque una mala elección puede echar por tierra la intención y la belleza del mensaje. Pensé que, quien la escribió, tendría que ser una persona muy sensible. Muy especial.
Un año después, aún con la esquela grabada a fuego en mi memoria, se abrió la convocatoria de “Canarias escribe teatro”. Me presenté. Mi propuesta buscaba respuestas. Yo quería escribir una obra que le diera sentido y significado a la esquela, pues tenía la convicción de que allí palpitaba una historia inspiradora. Expuse mis motivaciones. Me seleccionaron. Durante meses me entregué a la escritura con una ilusión y una disciplina insólitas. Aprendí que el teatro es, sobre todo, acción; que la acción la generan los verbos. Y que los infinitivos de la vida, en realidad, se reducen a dos: amar y pensar. Pero, sobre todo, sentí que, por primera vez en mi vida, podía escribir con plena libertad. Sin anclajes. La escritura me llevó a sitios desconocidos para mí. No fue fácil. Pero, finalmente, la historia que bullía en mi interior, cristalizó. Nunca pude imaginar, sin embargo, que mi trabajo me conduciría a un encuentro inesperado.
Unos días antes del estreno aplazado (sí, la pandemia), sucedió algo maravilloso. Una señal sutil del destino. En un correo electrónico, un desconocido me aseguraba que “el autor de la esquela, soy yo”. Nos separaban años y miles de kilómetros. Pero nos unía algo excepcional. Bastaron unos pocos mensajes para comprobar que mi intuición estaba en lo cierto: era alguien admirable. Distinto. Un poeta con la habilidad para ver las aristas de la vida y todas las ventanas tras las que siempre está el mar. Nunca nos llamamos. Nunca le pregunté qué ocurrió. Pero fuimos capaces de crear un breve epistolario que sació nuestra curiosidad. Yo le envié la obra. Él me reveló sus nombres. En una red social encontré fotos de ambos. Ella tenía la delicadeza de una bailarina. Y un resplandor marino en su mirada. Pude imaginarlos juntos. Su encuentro tardío. Cada uno cargando con su vida pasada. Y con la incógnita de su futuro. Sospecho que su amor prendió en un vértice del tiempo, allí donde siempre se esconde el azar. Supongo que, como buen amor, nació en la lógica de lo imposible: una pareja atrapada en el nudo de lo imprevisible sin más urgencias que vivir. Y amar. Hasta que el viaje, como todo viaje, llegó a la estación final.
El estreno ocurrió hace exactamente cuatro años, once meses después del aplazamiento. Ese día tuve la impresión de que todo desprendía una electricidad inusitada, un vértigo extraño. Recuerdo que quise ir al camerino tras la función. Desde las escaleras vi al elenco mientras se abrazaba y lloraba emocionado. Me di la vuelta en silencio y regresé a casa con una sombra interior. Atravesaba las distancias y las horas con un desasosiego insoportable. Hasta que el móvil vibró. Era él. Hacía meses que no nos cruzábamos mensajes. El texto era breve, tan sólo seis palabras oportunas, generosas, inolvidables: “Gracias por este último vuelo, Javier”.
Foto de la esquela publicada en el diario ABC el miércoles 25 de octubre de 2017
Javier Estévez
Melquíades | Martes, 01 de Abril de 2025 a las 08:32:59 horas
¡Qué historia tan bonita!
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