Cada tarde, declinando el sol, trepa al muro del muelle, alza la caña al aire y se dispone a llevar a cabo un ritual que puede causar sorpresa y que él llama la hora mágica. Se le para el tiempo en ese instante. En su mente sólo están los peces, a los que aprecia, el cielo, el mar, las montañas, las barcas de los pescadores, las nubes y el rumor de las olas, cuyo encanto aleja de su pensamiento los ruidos de los coches que invaden calles y pueblos, el ring del despertador, las prisas, las carreteras, el estrés de la ciudad y de la gente que bulle por doquier.
Ensimismado, contemplando el vaivén de la caña de pescar en el agua, parece un pescador al uso, pero no lo es. No utiliza anzuelos sino un ramillete de alambres de cobre en los que clava pequeños trozos de fruta: melocotón, manzana, mango y melón, con los que alimenta a sus adorados peces. Estos, ya acostumbrados, lo esperan cada atardecer por los alrededores del muelle y saltan fuera del mar, y retozan en el aire, cuando él, jugando, risueño, rebobina el sedal y saca la caña del agua para verlos volar y coger la fruta.
Texto: Quico Espino
Imagen: Ignacio A. Roque Lugo
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