Mi hermana

Quico Espino

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Hay un hotel con su nombre en la calle Cardenal Herrero de Córdoba, frente a la fachada norte de la Mezquita, a la que mi cuñado fue a visitar y, una vez acabado el recorrido, para descansar las piernas, se sentó en un banco de piedra que está situado frente a dicho hotel. Su hija lo vio y, adoptando el habla y la entonación de los andaluces, le dijo:
 
-¡Quillo! ¿Tas fijao que tas sentao frente al hoté de tu mujé, pisha?
 
En mi cara se dibujó una sonrisa entre alegre y melancólica cuando escuché el audio que mi sobrina me mandó. Alegre porque me encantó que en Córdoba hubiera un hotel con el nombre de mi querida hermana, y también, y sobre todo, porque mi cuñado y su hija, aún dolidos por la desaparición de la esposa y de la madre, tienen una relación tan estupenda que se fueron juntos de viaje. Y melancólica porque, a pesar de que ya hizo diez años que nos dejó, la sigo echando mucho de menos.
 
Mi hermana del alma, que aguantó carros y carretones por haber nacido en unas fechas, 1944, en las que pobreza, dictadura, religión y machismo estaban a la orden del día, y, para más inri, por ser la segunda de los siete hijos que tuvieron mis padres, entre quienes era la única hembra. Motivos por los cuales tuvo que apencar con todo lo que se le vino encima, que no fue poco, desde que era una chiquilla: una montaña de ropa, que lavaba en la acequia o el barranco; una “catropea” de loza, que fregaba en la pileta, sacando baldes de agua del aljibe; hacer las camas de sus hermanos, estofando la paja de todas ellas en la habitación donde dormían, que olía a macho, y un maremágnum de tareas (barrer, fregar los pisos, coser…) que estaba mal visto que hicieran los hombres.
 
Mi padre decía que a los niños que llevaban a cabo cualquier labor de mujeres se les caería la cuca. Y mi madre, que, por su educación, también era machista, servía a sus seis hijos el potaje, el café con leche, el agüita guisada, las natillas o el arroz con leche y a mi hermana la obviaba, porque eso era cosa de mujeres.
 
Recuerdo que, más adelante, cuando mi hermana, con más de veinte años, consiguió un  trabajo de telefonista en un hotel de Playa del Inglés, mi padre puso el grito en el cielo “porque al sur nada más que van las fulanas”. 
 
-Yo no soy ninguna fulana, papá, y voy a cobrar doce mil pesetas al mes –contestó ella, dejando calladito, y resentido, a su progenitor porque él ganaba poco más de la mitad con la camioneta de transporte que tenía.
 
También recuerdo, como anécdota ilustrativa, que, yo con  quince años, en el verano de 1968, venía de la playa a eso de las seis de la tarde, después de estar de domingo con mis amigos, y que mi madre me preguntó: “¿Te frío un huevito, mi niño?” Mi hermana se hallaba presente y, en plan irónico, fue la que contestó: “¡Fríele los dos, coño!”, porque a ella cuando venía de trabajar no le ofrecía ni un café.
 
Cuando más disfrutaba mi hermana Marisa
 
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… era leyendo y cantando. Un día me contó que, a veces, en el trabajo, a la hora de la siesta, no solía haber comunicación telefónica, y ella, sentada frente al tablero de amianto lleno de enchufes para las clavijas, se ponía a leer. Y una tarde, enfrascada en la lectura de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe, su autor preferido, la sorprendió el director del hotel, que la tenía en buena consideración, el cual le preguntó si le pasaba algo.
 
-¿Por qué? –replicó ella. 
 
-Porque la veo ahí, con la cabeza gacha, como asustada.
 
Entonces, temiendo que él la amonestara, con cara de pedir disculpas, le enseñó el libro.
 
-¡Ah, menos mal! Ya estaba yo preocupado –concluyó él con una sonrisa cómplice.
 
Cantar era otra actividad que le encantaba. Mientras estudiaba el Bachillerato Superior, hasta antes de marcharme a La Laguna, yo participaba en un grupo de música y a veces íbamos a ensayar a mi casa, y tanto ella como mi madre se sentaban para escucharnos. Nosotros, conocedores de que mi hermana se sabía una ristra de boleros, siempre la invitábamos a que se echara un par de ellos. Con Reloj, La barca, Veinte años, Alma, corazón y vida, Lágrimas negras, El bardo y muchos otros nos deleitó en múltiples ocasiones, emocionada la voz, preciosa la expresión de su cara, interpretando la canción mientras seguía su hilo argumental. 
 
En el hotel donde trabajaba conoció al que sería su marido, el cual la introdujo en el arte de la pesca, que se convirtió en su mayor distracción. Entonces su vida dio un vuelco y no había mujer en la tierra más feliz que ella. Bien merecido se lo tenía, sin duda. Cuando se casó, con casi cuarenta años, su boda fue como una gran fiesta.  La celebración tuvo lugar en el merendero del Barranco de Guayadeque, entre acebuches, morales y eucaliptos, junto a una acequia que llevaba el agua limpia y clara, tan limpia y clara como la mirada de mi adorada hermana, cuya imagen permanecerá siempre en mi retina y en mi memoria.
 
Texto: Quico Espino
Foto: Fedra Rodríguez Espino y álbum familiar
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