Puede que este hombre que está labrando el campo con su yunta de bueyes, o de vacas, y que está bebiendo agua del porrón, en el supuesto de que viva en épocas antiguas, se apellide González porque su padre se llama Gonzalo, o tal vez Fernández porque el nombre de su padre es Fernando, o quizás Álvarez por el hecho de que su padre se llama Álvaro.
No deja de ser curioso que esta costumbre se haya dado también en otros países y que sean los hombres, salvo raras excepciones, los que trasmitan sus nombres a sus hijos, como sucede en Inglaterra, donde Peterson es el hijo de Peter, Johnson es el hijo de John y Williamson el de William. También en Noruega y Suecia, cuyos idiomas son igualmente anglosajones, ocurre tres cuartos de lo mismo, con apellidos como Eriksen, Andersen o Jacobsen, en el caso noruego, y Johansson, Andersson o Karlsson, en el caso sueco.
Ya tenía conocimiento de tales patronímicos antes de acabar la carrera, que fue en junio de 1977. Recuerdo como si fuera hoy lo contento que me sentía, porque, además, hacía pocos días que se habían celebrado las primeras elecciones democráticas del país, tras el franquismo, y porque, para mayor satisfacción, me habían dado una beca como asistente de lengua española en un instituto de Manchester, ciudad en la que tres niños, de cuatro, seis y nueve años, fueron mis grandes profesores de inglés.
Ya había oído hablar de los festivales musicales veraniegos de Edimburgo, y como el curso escolar inglés comienza a principios de septiembre, pues me pegué currando en la hostelería todo el mes de julio y parte del siguiente, y con el dinero que gané pude pasar la última semana de agosto en Escocia, que me pareció sensacional, antes de incorporarme al trabajo, a donde fui en bicicleta hasta que empezaron las lluvias y el frío, bien entrado el otoño.
Una noche, en un pub de Edimburgo, me encontré con una pareja irlandesa, Jane y Patrick, ambos profesores de lengua y literatura inglesa, cuyos apellidos eran O’Connor y O’Hara, los cuales me explicaron que la O con el apóstrofo es también un patronímico, al igual que Mac, como MacPherson, que proceden ambos del gaélico y tanto podían darse en Escocia como en Irlanda. Eran verdaderas eminencias en la materia y me hablaron de los patronímicos rusos, árabes, latinos, y griegos, entre otros.
Después conversamos sobre música celta, rock y sobre todo del concierto de música clásica que habíamos visto la noche anterior, y nos había encantado, con el debut de Teresa Berganza en el personaje de Carmen, de Bizet, junto a Plácido Domingo. Y nos hicimos grandes amigos. Tanto que ellos vinieron a verme a Manchester dos veces y yo los fui a visitar una vez a Dublín, que fue cuando me aseguraron que querían viajar a Canarias.
Y así fue. Al año siguiente, como profesor no numerario, conseguí plaza en el instituto Rafael Cabrera de Lanzarote. Mi jefe de seminario, un hombre muy simpático y chistoso, era de La Gomera y se llamaba como el santo que da nombre a la capital de su isla. Al enterarse de que iban a venir mis amigos irlandeses, en Semana Santa, y como yo no tenía coche, se ofreció a ir conmigo a buscarlos al aeropuerto, pero yo leí algo llamativo en su rostro, como cuando un niño pone cara de hacer una travesura.
Y en el mismo aeropuerto lo entendí, pues al introducirles, la pareja irlandesa, que tenían un español muy limitado, se presentó cada uno con su nombre y apellido: Yo, Jane O’Connor; yo, Patrick O’Hara, y entonces mi amigo gomero, con cara de chiquillo ruin, dijo: Yo, Sebastián o Chano.
-O’Chano? –preguntaron mis amigos irlandeses, con cara de que nunca habían escuchado dicho patronímico, lo cual hizo que Sebastián soltara una sonora carcajada.
Entonces tuve que mediar yo para aclarar el entuerto y todos nos reímos después con ganas, especialmente los recién llegados, que eran muy agradables y consideraron muy divertida la broma de Sebastián.
-Buen comienzo –dijeron ambos, al unísono, mientras Sebastián, que era muy noble y acogedor, se colocaba en el centro y les echaba un brazo por encima del hombro. Yo me sumé a ellos y los cuatro salimos del aeropuerto con la risa en los labios, amistosos, como si nos conociéramos de toda la vida.
Texto: Quico Espino
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.183