Hace mucho tiempo, una tarde calurosa de verano, el azar me hizo transitar por un camino, para mí desconocido, entre fincas de invernaderos, estanques y mudas acequias que soportan con afrenta gordas tuberías en su lecho, con la confianza de que el caminar me llevaría a la costa, que era la finalidad de mi paseo. Cuesta abajo siempre se llega al mar, aunque otro mar de plástico me impedía verlo.
Mientras iba por el asfaltado camino, amenizado por los cantos de los mirlos en las plataneras, tenía la sensación de que todo este entorno me era familiar, de que en algún remoto pasado ocurrió algo por este sendero que yo percibí como la experiencia de alguien de mi sangre, y no se me ocurre otro más cercano que mi padre, criado en estos parajes según los relatos de sus recuerdos.
Llegué a la zona donde el camino se hizo más ancho y a pocos pasos me sorprendió la blanca casita con la puerta y las ventanas pintadas de verde y una alta palmera que asomaba por el muro. Para acceder a la casa hay un ancho escalón en la puerta. Enseguida me vino a la memoria la foto antigua del álbum familiar, en la que el fotógrafo plasmó a una sonriente joven sentada en ese escalón rodeada de tres niños, uno de ellos de claro pelo rizado, que reconocí como mi padre, y un hombre muy joven también que miraba muy serio. De la palmera sólo se veía el tronco. Eran mis abuelos con sus retoños. Al dorso de la foto una fecha: August 1920. La foto es probable que fuera tomada por el joven inglés D. J. Leacok, el cual se pasearía con su máquina fotográfica por aquellos andurriales de Los Llanos.
Me emocionó mucho encontrarme con la finca y los entornos donde transcurrió la niñez de mi padre.
En estos, antes polvorientos caminos, mi joven progenitor quizá tuvo alguna experiencia impactante que de alguna forma quedó grabada para siempre en su ser, transmitiendo su emoción a su progenie. Quizá fueran sensaciones dolorosas, como el entierro de un ser querido. En aquel tiempo no eran extraños los entierros de niños pequeños, o también podría haber sufrido en las noches oscuras el temor de aparecidos o de endemoniadas brujas, supersticiones muy frecuentes por lo solitario de los caminos en las noches sin luna, como aquel espíritu que aparecía por Cuatro Esquinas, precisamente los martes y los jueves ¿...?
Pero yo quiero creer que fueron sensaciones gratas las experiencias de mi padre, ya que en mi deambular me sentía en paz. Por eso pienso que quizá el muchacho iba contento por el camino porque estrenaba sus primeros pantalones de hombre y quería lucirlos en el pueblo en algún día de fiesta, para darse postín, o también la sobrecogedora extrañeza cuando, vestido de militar durante la guerra civil, regresó a su hogar por un breve permiso y se encontró en el recodo del camino a su padre vestido de luto, y de cómo lo abraza entre lágrimas porque lo creía muerto en combate, según el telegrama recibido esa misma mañana.
Dejé atrás la entrañable casita y seguí mi camino entre grandes fincas de invernaderos, que antes eran huertos de pequeños agricultores plantados de tomateros, de millo, de cebollas, papas y, poco más tarde, de algunas plataneras al aire. En aquel tiempo podía verse siempre en el horizonte el azul del mar.
Llevo andando más de treinta años por esos caminos que me llevan al mar y siempre me llena de ternura pasar cerca de la casa de mis abuelos, ahora habitada por otra gente.
Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno
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