Se extasía la gaviota contemplando el ocaso. Muchos años lleva volando por el cielo de Sardina y lo ve distinto cada tarde. Suele presenciar el crepúsculo desde la cima del Farallón, donde vive, sobre todo cuando el sol se pone tras el Teide, pero, a veces, cuando quiere sentir la presencia de los seres humanos, a los que no teme, viene a posarse sobre el monolito levantado en el muelle del Ancla.
Le gustaría acercarse más, en especial a las barcas de los pescadores que hay frente a la Fragata, sentir en sus patas el tacto de la madera, pero sabe que los gatos pueblan aquella zona y es mejor no tentar al diablo.
Desde el monumento sobre el que está posada observa el devenir de la gente que pasea por la avenida de la playa. Le agrada oír sus voces, se embelesa con las risas de los niños, que a veces suenan como los graznidos de sus crías.
Vuelve luego su mirada y se pierde mar adentro, en el horizonte, en la inmensidad del cielo, las nubes, los colores y, una vez más, se ve sobrevolando el Teide y posándose en su pico.
Sueña con esa imagen. La vive cada vez que la sueña.
Y antes de alzar el vuelo hacia su hogar, la gaviota cierra un momento los ojos y agradece al cielo tener ojos para ver las maravillas que la rodean y alas para volar.
Fotografía y texto: Quico Espino
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