¿Qué pasó, bichillo?

Quico Espino

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Corría el mes de octubre del año 1981. Hacía poco menos de seis años que Franco había muerto y en España estaba recién estrenada la democracia, por la cual muchos habíamos suspirado. Una democracia que fue amenazada en febrero del mismo año por un fallido golpe de estado y que hizo que España se abriera a una Europa mucho más moderna, que la aventajaba en casi cuarenta años, los que duró la dictadura franquista.

 

Empecé el curso escolar 81-82 en el Saulo Torón de Gáldar, y el primer día, en el recreo, después de desayunar en el bar del instituto, que estaba regentado por Nenita y que más adelante sería la Sala de Profesores, decidí ir a conocer la Calle Larga,

 

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… de la cual ya me habían hablado. Fue doblando la esquina de la calle Benchara cuando me tropecé con una amiga que había conocido en La Laguna, estudiando ambos nuestras carreras, y que, a modo de saludo, me dijo: ¿Qué pasó, bichillo? A mí me resultó un poco chocante que de repente me trataran de bicho, hasta que mi amiga me explicó que era algo habitual y amistoso entre los habitantes de Gáldar. 
 
¡Ah, bueno!, dije yo y, con la misma, entré en la Calle Larga. El ambiente que había me pareció atrayente, casi festivo. Me quedaban quince minutos para regresar a clase, y sólo me dio tiempo de comprar los periódicos La Provincia y El País en la tienda de Manola y de entrar en la recova, que me recordó el mercado de La Laguna, para ver los puestos de verduras y frutas, así como la pescadería y la carnicería. 
 
Nunca olvidaré que en el primer puesto, entrando a la derecha, regentado por Purita, una señora rubia y coqueta, muy dispuesta y bien peinada, pedí un manojo de yerbaluisa y que ella, con cara de pícara, saltó:
 
-¡Ay, no, mi niño, que eso afloja al hombre!
 
Me arrancó una carcajada. Me gustó aquella mujer y, mientras volvía con prisa al instituto, pensé que a partir de ese momento siempre le compraría a ella las frutas, las verduras y las hierbas para infusiones.
 
A las dos y algo tiré para mi nueva casa, en Sardina, en la que el próximo mes de octubre llevaré residiendo cuarenta y cuatro años, y, antes de almorzar, me di el primer baño en la mejor playa que conozco, mi adorada playa de Sardina, y ya entonces me pareció sensacional, extraordinaria. Me dijeron que allí nunca se había ahogado nadie y, mirando hacia los espigones, me  hablaron de Botija, del Farallón, de Amagro…, de manera que pensé que esa misma tarde iría a dar una vuelta por la zona.
 
Y así fue. Me parecieron llamativos los pilares hechos con cantos de picón que habían sido, por lo visto, los soportes de los invernaderos que existían mucho antes de mi llegada, pero me llamó mucho más la atención ver a dos gaviotas que estaban posadas sobre ellos, especialmente porque a una de ellas le faltaba una pata, como se puede ver en la imagen que encabeza este artículo.
 
Me sorprendió aún más que no se echaran a volar cuando pasé cerca de ellas, en especial que la de abajo mirara para la renca, que no sé por qué pensé que era macho, y le graznara  algo que yo consideré que estaba relacionado con el hecho de que le faltara una pata; entonces me acordé de lo que me había dicho mi amiga por la mañana al saludarme:
 
-¿Qué pasó, bichillo?
 
Me fui riendo yo solo hasta que vi el maravilloso panorama que apareció de repente, al doblar la esquina, en una explanada que se abría a la inmensidad, con Tamadaba, Amagro, la cordillera que acaba en la cola de dragón que llega hasta La Aldea y el Farallón, para rematar con el Teide que empezó a asomar entre las nubes. Un espectáculo impresionante de la naturaleza que me dejó fascinado.
 
Como colofón, cuando volvía a mi casa, me encontré con los pescadores que estaban sacando el chinchorro en la playa. Sin pensarlo dos veces me uní a ellos y allí estuvimos un buen rato jalando de los amarres hasta que apareció la red donde saltaban las sardinas, los chicharros, las caballas, las salemas y algún que otro pulpo que se había despistado.
 
Un buen comienzo, pensé, mientras subía los noventa y cinco escalones que hay desde la playa hasta mi casa. Entonces miré la bolsa de sardinas que me habían regalado los pescadores y en mi cara se dibujó una plácida sonrisa.
 
Texto y fotos: Quico Espino
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