Microrrelatos. Monólogo de Cecilia mirando hacia la calle polvorienta

He visto en el pozo la casa silenciosa, donde priman los sonidos de los animales que hacen maromas en el techo.

Verónica Bolaños Herazo Lunes, 03 de Marzo de 2025 Tiempo de lectura:
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Busco en mi memoria algún recuerdo que pudiera contar. Tengo la impresión de que “El pozo oscuro” no quiere iluminar ninguna idea, no quiere darme la satisfacción de encontrar algo en lo que me pueda recrear. Sumergiéndome en sus profundidades, por fin, he vislumbrado aquel remoto sueño. Aquel sueño común que nunca quisimos decirnos con palabras escritas ni habladas. Porque a veces las palabras tienen tanta fuerza que pueden provocar miedos absurdos que nos paralizan, castrando cualquier ilusión por imposible que parezca.

 

He visto en el pozo la casa silenciosa, donde priman los sonidos de los animales que hacen maromas en el techo. Me he visto sentada en una mecedora mirando hacia la calle anegada de piedras, y tú, sentado en el suelo del patio, con un machete en las manos, cortando la hierba, esa maldita hierba que crece sin piedad. Veo caminar a los vendedores, me emocionan sus gritos, porque me recuerdan que estoy viva dentro de este silencio sepulcral.

 

De vez en cuando te observo, el mutismo invade tus pensamientos. Estás ahí abstraído arrancando la hierba que apenas nace, apartando las piedras y lanzándolas a los árboles que se tambalean con el aire que pasa en los intervalos del tiempo. Intuyo desde mi espacio tus manos arrugadas, que denotan fragilidad. Entonces, después, quiero mirar las mías, no me atrevo, tengo miedo, miedo de ver el tiempo reflejado en el pellejo que cubre mis torcidos dedos. Me atrevo, por fin me atrevo a mirar mis manos. Me invade un vacío, en el estómago, es como otro pozo oscuro cubierto de vísceras, a las que les ha pasado cuenta el tiempo.

 

Pienso, me atrevo a pensar “¿será qué es tarde, en este valle de silencios y lágrimas, sufrimientos absurdos, palabras malsonantes que envenenan el alma sin necesidad, será qué es aún tarde para empezar de nuevo?”. Me lo pregunto, sin tener en cuenta que cada vez que me lo pregunto, el tiempo no se detiene. Entonces, mejor no preguntar, es mejor seguir mirando hacia la calle, y de vez en cuando contemplarlo, a él, en la misma posición fetal y actitud resignada, tal vez, él sí que tomó consciencia antes que yo que es mejor olvidar cualquier tipo de cuestionamientos.

 

¡Ah, los gatos! Los gatos que visitan mi casa me recuerdan a mis hermanas muertas, pienso “¿será que han reencarnado en ellos?”, otra vez, vuelvo a caer en la trampa de las preguntas. Ahora empieza a llover a mares, como si el cielo quisiera desahogarse y dejar su agua, encima de mi techo, de mi tierra, alimentando más a la hierba, dotándola de más brío, para que reviente y crezca desmesuradamente. Cierro los ojos, necesito silencio, más silencio. Él se queda en el patio, es como si le gustara quedarse ahí, sintiendo cómo le cae el agua en la cabeza.

 

Escucho un estropicio, como si alguien quisiera hacerse sentir dentro de la casa. No me inmuto, no quiero, no me da la gana.

 

¡Oh! Corre un gato por la sala, con un pequeño cuerpo en la boca que mueve con insistencia la cola, ¡oh! Los bigotes los tiene ensangrentados. El gato es grande, de color blanco y con lunares amarillos.

 

Escucho un grito, un grito fuerte y antiguo, tampoco me inmuto, estoy acostumbrada al silencio. Me pregunto “¿Quién está dentro del gato?”, me doy una palmada en la rodilla, me regaño porque he vuelto a caer en la trampa de las preguntas, qué importa quién anida dentro del gato. Se ha metido el grito en la sala, los cuadros tiemblan, el televisor se enciende, las cortinas se mueven. “¿¡Quién está ahí, eres tú Leonor!?”.

 

Esta vez, no quiero abandonar las preguntas: “¿Eres tú? ¿Podrías abandonar al gato?”. Deberías de sentarte a mi lado, y vemos juntas la televisión o miramos hacia la calle polvorienta, como siempre lo habíamos hecho. El grito se aleja y está dejando de llover. La hierba crece e invade la casa, se enreda en el techo, entra hasta la sala…

 

Mi hermana y yo estamos sentadas una frente a la otra, en silencio. El pequeño cuerpo mutilado lo ha abandonado encima de los pedales de su máquina de coser.

 

Verónica Bolaños Herazo

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