Me retrotrae el hecho de caminar descalzo a mi infancia, una etapa de mi vida en la que el pueblo de Ingenio, y la isla entera, se revestía de verde. Delante de mi casa se hallaba un solar donde, aparte de las consabidas piteras, julagas, tuneras, tabaibas y veroles, había un naranjero, dos o tres higueras, un nisperero y un moral. Los árboles frutales, entre ellos manzaneros, perales, aguacateros y granados, aparte de los cercados de papas, zanahorias, millo, lechugas, calabazas, habichuelas, calabacinos, etcétera, hacían del pueblo una huerta, en la que las flores de primavera lucían en todo su esplendor.
Qué bonito que está el campo,
requeteverde y florido,
lleno de flores preciosas
que muestran su colorido.
Algo así le oí decir a una señora de la capital, dirigiéndose a quien supuse que era su marido. A mí me llamó la atención el hecho de que lo que dijo se parecía a los puntos cubanos que solía cantar mi abuela:
En tu puerta planté un pino,
en tu ventana un verol
y en tu culo una tabaiba
para que no te dé el sol.
Aquella mujer de Las Palmas consideraba, en 1960, yo contaba siete añitos, que Ingenio era campo, cuando ahora es una villa llena de calles y de casas que, salvo excepciones, no tienen espacio para jardines. Nada que ver con lo que era. ¡Quién te ha visto y quién te ve!, se podría decir, como podría también decirse de la isla entera, que ha pagado su precio por el progreso. Un progreso que comenzó con el turismo cuando aquí campaba por sus fueros la pobreza, gravada ésta por la dictadura franquista y por la Iglesia, la cual predicaba que, para mayor gloria de Dios, las familias debían ser numerosas, enarbolando una cruz frente a los condones, cuyos usuarios estaban condenados al fuego eterno.
Despreocupados de todo, como chiquillos que éramos, aunque con el miedo en el cuerpo por culpa del diablo, un miedo que nos había metido el cura, mis amigos y yo, que jugábamos por los andurriales, por los barrancos y, en verano, por la playa, teníamos entonces unas alpargatas para diario y unos zapatos negros para ir a misa los domingos, ¡fuerte cruz!, y, tan pronto nos aventurábamos en el mundo del juego, nos quitábamos las alpargatas y corríamos y brincábamos por piedras y riscos, llanos y lomas, arena y callaos. Era normal que tuviéramos “matusados” los tobillos, el empeine y los dedos gordos de los pies. Y, por supuesto, teníamos callosidades en las plantas y en los talones.
Caminar descalzo es saludable, opina prácticamente todo el mundo, porque estimula la circulación sanguínea, mejora el sistema linfático y libera tensiones, entre otras cosas, y yo me imagino que se debe al hecho de que en los pies están representados todos los órganos de nuestro cuerpo, como dice la reflexología podal. O sea que presionar los dedos de los pies, el talón o la planta puede afectar al hígado, al corazón, a los riñones o a la cabeza, quitando malestar, dolor, relajando músculos o haciendo que se recupere el equilibrio perdido.
No tiene precio caminar descalzo sobre la arena, dejando que el agua bañe tus pies, los salpique, los acaricie, dándoles un delicioso masaje, al tiempo que se escucha el rumor de las olas, que te transporta mar adentro. La sensación de calma te envuelve, cautivadora, consiguiendo que la mente se relaje.
Como de bien nacidos es ser agradecidos, yo doy gracias a la vida, que me ha dado tanto, como bien dijo Violeta Parra, por vivir en la playa de Sardina, a la cual he cantado un montón de veces y seguiré cantándole mientras viva. Y, si creyera en el más allá, no me extrañaría que mi espíritu merodeara en el aire de esta maravillosa playa y se mezclara con los colores del ocaso hasta difuminarse en el cielo.
Texto: Quico Espino
Foto: Ignacio A. Roque Lugo
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