El río

Javier Estévez

[Img #6052]Hay momentos que flotan en la memoria como tú lo hiciste una vez en las aguas del Duero. Instantes que permanecen suspendidos en un tiempo que ya no existe pero que sigue siendo más real que muchas presencias.

 

En el albor de los cincuenta, los recuerdos se transforman en algo más que simples evocaciones. Son refugios, pequeños santuarios donde el tiempo se detiene y la belleza permanece intacta. Ese momento en el río, frontera líquida entre dos mundos, se ha convertido en tu particular portal hacia la tan anhelada serenidad.

 

Cada vez que regresas a ese instante —el agua sosteniendo tu cuerpo, la luz de la tarde danzando sobre la superficie, el tren atravesando lentamente el puente—, lo recreas. Y en cada recreación, algo sutil cambia: un color se intensifica, un sonido se atenúa, una emoción se profundiza. No recuperamos los recuerdos; los reinventamos. Esta alquimia de la memoria no empobrece el recuerdo, sino que lo enriquece con nuevas capas de significado que solo el paso del tiempo puede acumular.

 

Qué hermoso que sean precisamente estos cambios los que te complazcan. Como si entendieras que la memoria, más que un archivo estático, es un jardín vivo que florece con cada visita. La mente no es fiel a los hechos, sino a lo que significaron para nosotros.

 

Y más hermoso aún es que prefieras mantener ese lugar sin nombre ni coordenadas. En un mundo obsesionado con etiquetas y localizaciones precisas, tú eliges preservar un espacio indefinido, anónimo, un territorio que existe, exclusivamente, en la geografía de tu memoria. Al renunciar a situarlo con exactitud en el mundo físico, lo proteges de la banalidad de lo concreto y lo elevas a la categoría de lo mítico.

 

Este recuerdo, este refugio, este paréntesis de belleza absoluta sin preocupaciones ni anhelos no es una fuga del presente; es un recordatorio de que la plenitud es posible. Es tu particular piedra de toque con la que mides el valor del aquí y ahora, mientras navegas por el mar de la incertidumbre hacia una nueva década de vida.

 

Quizás el verdadero tesoro no sea el recuerdo en sí, sino la capacidad de encontrar esa misma belleza absoluta —esa misma presencia plena— en los instantes cotidianos del presente. El río sigue fluyendo, aunque ya no estés en él. Y tú sigues siendo, de algún modo, aquel que flotaba entre dos orillas, meciéndose en la certeza de que, a veces, la vida puede ser simplemente hermosa.

 

Javier Estévez

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