Hoy en día, en una encrucijada, hay que disponer de opciones: A o B y a veces C. ¿Pero qué pasa si no gestionas bien estas opciones? Aquí va el ejemplo que me contó una amiga acerca de su tía abuela Lola.
Su madre se lo decía: más vale tener dos velas encendidas por si una se apaga. Lola se tomó el consejo muy a pecho cuando empezó a enamorar, allá en sus lejanos quince años. Muy compuesta, se iba a la plaza a pasear del brazo de sus amigas, y competidoras en eso de encontrar novio; con la misma idea iban los muchachos.
No se sabe cómo aprendieron desde tiempo atrás ambos sexos a pasear en la alameda (como decían en aquel tiempo), de forma que, dando vueltas al pozo, quedaban frente a frente y podían lanzarse miradas escrutadoras o enamoradas y, si cuajaba la cosa, el chico le pedía a la chica “dar una vuelta juntos”. Así fue como la tía abuela de mi amiga enamoró a Ezequiel, un muchacho de la capital que pasaba sus vacaciones en casa de un pariente de aquí, de Gáldar.
Pero allá en la Vega, cerca de la casa de Lolita, vivía Andrés, de la misma edad que ella, que casi se criaron juntos y hacía tiempo la rondaba calladito, pero nunca se decidía a pedirle relaciones. Ella lo sabía y mantenía ese interés, pues también le gustaba, era atento y un tanto tímido. Estaba hecha un lío, no sabía con quién quedarse.
Lola ya tenía edad de casarse y las féminas mayores de su familia empezaban a analizar los pros y los contras de los pretendientes de la niña, para elegir y proponerle el mejor partido porque ella no se atrevía a decidir. Su madre y su tía Pino optaban por Ezequiel, muchacho tan “asiado” que trabajaba en la Fosforera, que era guapito él, con su bigotito y su aire de la capital y que, tan fino y educado, las saludaba cuando se encontraban.
Pero su abuela Mariquita, optaba por Andrés, que lo vio crecer y sus familias estaban emparentadas. Además las tierras que heredaría el muchacho de su padre eran colindantes con las que serían de Lolita. Era bonachón y muy trabajador y ella no perdía ocasión de invitarlo a casa a merendar con cualquier excusa, para intentar emparejarlo con su nieta, como sucedió aquella tarde, nefasto martes de carnaval, cuando ella había hecho tortillas por la festividad. Mariquita, tenía fama en el pueblo de cucharear y ¿qué mejor hacerlo con la interesada intención de favorecer a su nieta?
Se presentó Andrés aquel martes en la casa de su pretendida, muy compuesto con el terno nuevo, sin boina y perfumado con agua florida. Llevaba de obsequio una botella de anís de aquel feo mono.
Pero “el diablo la jiso” cuando también se presentó Ezequiel, engominado y fino, con un ramo de flores, invitado por la madre de Lolita, sin saber ésta las maniobras de Mariquita. Se vieron cara a cara los mozos, adivinándose las intenciones. Las mujeres, mudas, en ese aprieto no sabían qué hacer ni qué decir. Lo cierto es que los muchachos no probaron las tortillas ni siquiera un buchito de anís. Salieron a la calle y empezaron a discutir, y al día siguiente se enteró todo el mundo de que se fueron juntos de copas y berretearon hasta el amanecer. Por lo visto quedaron muy, pero que muy amigos.
Siempre se evitó en casa de la tía abuela de mi amiga comentar el final de aquellos pretendidos amores, lo que sí es cierto es que ésta nunca llegó a casarse con nadie. O sea, que el recurso de las dos velas no siempre resulta.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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