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Me comentó alguien un día, casi susurrando, que venía un compañero nuevo al trabajo, que era negro, pero buena persona.
Me quedé un poco perplejo por el comentario y en mi interior pensé qué tendrá que ver una cosa con la otra.
Llegó el lunes y con él mi nuevo compañero. Enseguida me di cuenta de que algo bueno y duradero estaba por venir entre nosotros.
Era de pocas palabras, sólo lo justo y en el momento justo, me decía.
Palabras, sin duda, de alguien curtido en mil batallas.
Si piel, tersa como un veinteañero, no dejaba entrever su verdadera edad.
Poco a poco, sin darnos cuenta, nuestra amistad se fue fraguando hasta llegar a ser, cuando teníamos ratos libres, una verdadera área de descanso del quehacer diario.
Me contaba cosas de su familia, de sus hermanas, de su hija, de su nieta, y de sus padres, Orencio y Candita, personas a las que tendré que agradecer de por vida el haber criado y educado a uno de los mejores compañeros de trabajo que tuve nunca. ¡Cómo se le alegraba la cara al nombrarlos!
Contó mil anécdotas de lo vivido durante años, pero me quedo con una que me marcó, digamos, un poco más que las demás. Resulta que ese día le contaba yo, muy orgulloso, la historia de mi tierra y de mi gente, de lo mal que tuvieron que pasarlo en su momento, de su procedencia, de cómo llegaron aquí nuestros antepasados. De repente, me agarró la mano muy fuerte y me dijo, "hermano, mejor será que no te cuente la procedencia de los míos, y lo que tuvieron que pasar para llegar allí".
Nos quedamos en silencio, como siempre la palabra justa, en el momento justo. Nunca terminaré de agradecer todo lo que aprendí de alguien lleno de un sabiduría inmensa.
Como homenaje a ti, Orestes, mi amigo negro de La Habana, citaré un pensamiento de Fernando Pessoa que dice lo siguiente: "El valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con que suceden. Por eso existen momentos inolvidables y personas incomparables”.
Gracias eternamente por todo lo vivido, y hasta siempre, hermano.
Miguel Rodríguez Romero
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