
Después de muchísimo tiempo sin escribir, quiero dedicar estas líneas a las personas que están junto a mí cada tarde, los jóvenes con los que comparto pupitre y tareas en la universidad. Ellos que, desde que empezamos las clases en septiembre, me han enseñado muchísimo sobre las nuevas generaciones.
Como contaba en un artículo anterior, volví a estudiar. Volver a las aulas con más de cuarenta años me hacía sentir como una anciana desubicada. He de reconocer que al principio los chicos me daban miedo. No les entendía cuando hablaban, no les seguía el ritmo en nada. Pero poco a poco, se han ido ganando un hueco en mi corazón y, aunque en muchas cosas aún me resulta imposible seguirles, ya no concibo mis tardes sin mis niños de clase.
De ellos he aprendido muchas cosas y me he dado cuenta que no todo está perdido en este mundo de locos.
En la actualidad, donde todos parecen regirse por la envidia, el egoísmo y la superficialidad, en este mundo de guerras, conflictos, ataques diarios y malas miradas, existe, en las nuevas generaciones, un resquicio de luz, de esperanza, de fe. Y esto, me lo han enseñado mis compañeros al mismo tiempo que los profesores nos enseñan historia.
Convivo cada día con jóvenes, de entre 18 y veintitantos años, empáticos. Sí, sí, jóvenes con empatía. Capaces de hacer piña frente a las adversidades, capaces de preocuparse del bien estar ajeno y tratar de ayudarse los unos a los otros.
Siempre dispuestos a cubrirse si alguno necesita ayuda. Especialmente cuidadosos con una de nuestras compañeras que tiene un problema de salud. Siempre atentos a sus necesidades, pero sin invadir su espacio. Haciéndola sentir arropada, pero al mismo tiempo capaz de enfrentarse a todo sola, pero sin estarlo.
Me gusta mucho su frescura, la ingenuidad que aun veo en sus ojos y la positividad con la que se enfrentan a la carrera. En enero, cuando salíamos de un examen derrotados siempre había alguno que decía: “No pierdas la esperanza, espera la nota”.
Llegar a la universidad significa recibir abrazos espontáneos, besos inesperados y siempre una mano de la que tirar si me pierdo en la clase de inglés.
Voy a asignaturas en diferentes cursos y es verdad que con el tiempo algo se va perdiendo, se les nota menos unidos y tienen más conflictos a medida que todo avanza.
Parece que dejen de verse como amigos y se consideren competencia. Espero que a mis niños de primero no les pase. Que se mantengan siempre como el grupo unido que son ahora. Que las adversidades que se encontrarán en el camino universitario las enfrenten juntos y no como enemigos. Que sigan manteniendo la unidad del grupo, esas ganas de ayudarse unos a otros y sobre todo esa empatía que les caracteriza.
Me atrevo a afirmar que estos chicos me han devuelto la fe en la humanidad, y creo que, para el futuro, no está todo perdido y que ellos, y otros muchos que vienen detrás, se encargarán de arreglar el mundo que otros destruimos.
Zeneida Miranda Suárez
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