Manuel de LeónAugusto bebía una taza de café, miraba por la ventana y sonreía a los recuerdos felices. De pronto escuchó pasos rápidos que se acercaban por el pasillo y, de inmediato los golpes retumbaron en la puerta de su habitación: «¿quién es?» preguntó Augusto con extrañeza. Volvieron a golpear la puerta con más ímpetu.
El joven intrigado decidió abrir; era la casera con los ojos desorbitados. Su mirada gritaba la mala noticia; «¿qué pasó?, ¡dígame!, ¡dígame!» exclamó Augusto con insistencia. La casera le contó detalladamente los hechos sin parpadear. Augusto quedó atónito, sus oídos dejaron de escuchar. Vio como la casera articulaba sus labios con resignación. Sintió que las paredes se adherían a su cuerpo; «¡Joven Augusto!, ¡Joven, respire, respire!», suplicó la mujer.
Augusto cayó como un roble en el piso frío.
La casera dio gritos de ayuda. Los inquilinos de las otras habitaciones hicieron todo el esfuerzo por revivirlo, pero fracasaron en todos los intentos. Uno de ellos preguntó a la asustada y aterrada casera, «¿usted sabe por qué pasó esto?»; la mujer respondió tartamudeando: «pues… solo… le… dije… que… había muerto… que no sabía cómo… contarle la triste noticia». El inquilino hizo un gesto de confusión y preguntó nuevamente «¿pero qué noticia?»”; la casera miró el cuerpo de Augusto: «le dije que las esperanzas habían muerto, eso, que las esperanzas habían muerto»
Manuel de León
































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