El madroño y su retoño

Quico Espino

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No es nada nuevo que en los pueblos, en general, eran típicos los apodos: los Joyetos, los Saragatas, las Chochonas, las Chícharas, los Tapones, etcétera, y que dichos motes venían dados, entre otras cosas, por la manera de ser de la gente designada, por su tamaño, por el lugar en el que vivían o por alguna frase o palabra que repetían.
 
A mi abuelo paterno, que nació el mismo día que nombraron rey a Alfonso XII, lo apodaban el Madroño porque estuvo trabajando un tiempo, desde los catorce hasta los dieciocho años, en el Madroñal, un barrio que hay entre Santa Brígida y San Mateo. Se dedicaba a la labranza y su vida transcurría más que nada entre papas, batatas, cebollas, habichuelas, zanahorias y madroños, cuyos frutos solía comer en temporada y en mermeladas que elaboraban los lugareños.
 
Le prestaban un burro para venir algunos domingos a Ingenio y tenía que levantarse al alba para llegar a comer con su familia a la hora del almuerzo; almorzar y tirar otra vez para allá a fin de que no lo cogiera la noche. Una vez, que el lunes era fiesta, se fue al paseo de los domingos y conoció a la que sería su novia. Él contaba dieciséis años y ella quince. Desde entonces, siempre que venía, le traía un bote de mermelada de madroño.
 
Cuando, en 1893, dejó el Madroñal para venirse a Ingenio, donde consiguió un puesto de peón en el asfaltado de una carretera, traía consigo, envuelto en un paño húmedo, el retoño de un madroño, parecido al de la foto que encabeza este relato, que le quería regalar a su novia para que lo plantara en un parterre que había a la entrada de su casa. 
 
Se la encontró subida a una carreta tirada por un burro, acompañando al padre. Iban para el Barranco de Guayadeque, exactamente a Cueva Bermeja, para comprar varios sacos de aceitunas que después venderían en el pueblo, y al coger el regalo que su novio le había traído desde el Madroñal, decidió que plantaría el esqueje en una ladera del barranco, a pleno sol, cerca de los charcos de agua formados por la lluvia y en un sitio donde el viento no lo azotara con virulencia.
 
Después de plantar el retoño, fue a menudo a visitar el lugar, incluso caminando,  hasta que lo vio crecer.  Y ya casados, mi abuelo con diecinueve años y mi abuela con dieciocho, fueron juntos varias veces en la carreta que el padre de la novia le dio a su hija como regalo de bodas. Y a ambos les encantó el hecho de que el madroño empezara a tener frutos justo cuando estaban a punto de tener el primer hijo.
 
 Ella, que medía 1.75, decía que su marido, el cual se estancó en 1.65, era chiquito pero animoso, pues, veinte años después de la boda, ella ya había tenido quince hijos, de los cuales vivieron doce, diez hembras y dos varones. “No tengo bragas pa tanto pájaro, mi niña”, dijo mi abuela, con picardía, en la tienda de aceite y vinagre a las mujeres que estaban comprando, levantando un revuelo de risas y fiestas.
 
A mi abuelo, que no era muy religioso, le gustaba contar chistes y solía repetir uno irreverente que aprendió mientras trabajaba en la labranza, que tenía que ver con los santos de los pueblos donde se encontraba el Madroñal: “Santa Brígida es la santa más puta porque está siempre debajo de San Mateo”. 
 
-Te voy a sobar pimienta picona en la boca cada vez que digas esa cochinada. Me da hasta vergüenza –protestaba mi abuela, a la que no le gustaban las licencias que concernían a la Iglesia. Pero mi abuelo no le hacía mucho caso y, para hacerla rabiar, le decía cosas como que Jesucristo, el Domingo de Ramos, soltó el burro y se compró una vespa, o que San José casi se mea de risa cuando le dijeron que su mujer era virgen.
 
-¡Al infierno de cabeza te vas a ir, hereje! ¡Quítateme de delante!
 
En la carreta tirada por el burro solían ir de paseo a Guayadeque, en especial para ver al madroño, el cual, con el tiempo, no sólo creció y fructificó sino que proliferó de tal manera que ellos le pusieron el nombre del pequeño Madroñal a aquel rincón del barranco.
 
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Un rincón que aún pervive, cada vez más frondoso, al que voy a visitar todos los años, a principios de otoño, para coger frutos y hacer mermelada. Y siempre que estoy allí me acuerdo del retoño que mi abuelo le regaló a mi abuela cuando eran novios.
 
Texto: Quico Espino
Fotos: Ignacio A. Roque Lugo
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