Manvi, que acaba de cumplir cuatro años, vive en una aldea llamada Shakaland, en la provincia sudafricana de KwaZulu, y todos los días sale de paseo a lomos de Bumba, su elefante particular.
-¡Papá! Yo quiero un animal de esos tan grandes –fue la primera frase que pronunció el niño, defectuosamente, a poco de empezar a hablar, al ver, no muy lejos, frente a su ventana, una manada de elefantes que desfilaban apacibles por la llanura.
El padre, de nombre Kwongo, conocía a un grupo de grafiteros que rondaban por la aldea, a los que pidió que pintaran un elefante en la pared frontal de su casa, al lado de la ventana. Manvi dio saltos de alegría cuando lo vio. Tenía poco más de dos años entonces, y su madre, llamada Zwanga, lo animó a que se montara sobre el paquidermo, agarrándose a una hoja del ventanal, y a que imaginara que se reunía con la manada, que estaba en ese momento abrevando en la laguna. Le habló de la vida de los elefantes, y le dijo que si él era bueno con ellos, ellos serían buenos con él.
-No les tengas miedo, mi amor, que son muy juguetones. Te divertirás mucho.
Las palabras de su madre estimularon la imaginación del niño y poco después se vio a lomos de Bumba, en medio de la manada, todos dentro de la laguna, bebiendo, jugando con el agua. Se lanzaban chorros unos a otros con sus trompas, barritando y emitiendo bramidos que sonaron como risas a los oídos de Manvi y que le hicieron reír a carcajadas. Y siguió riéndose cuando Bumba lo envolvió con la trompa y lo zambulló en la charca; lo sacó de inmediato y lo sacudió suavemente en el aire, antes de volverlo a colocar sobre su lomo; una vez allí, le lanzó un chorro de agua que hizo que el niño se tambaleara y tuviera que agarrarse a las orejas del elefante para no caerse, sin parar nunca de reír.
-Qué bien se lo está pasando –dijo Zwanga a su marido, ambos encantados mirando a su hijo.
-Sí, cariño. Y todo se lo está imaginando. ¡Qué grande es la imaginación!
Quico Espino
Ilustración: Google
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