El guateque

Quico Espino

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Celebrábamos que el gobierno franquista nos había dado permiso para cantar los poemas del Romancero gitano, de Lorca, quitando el Romance de la guardia civil española. Llevábamos tiempo esperando la respuesta y no nos sorprendió que nos impidieran incluir el poema relacionado con quienes se cubren la cabeza con un tricornio. De hecho nos habían asegurado que difícilmente nos iban a dar el permiso para la actuación, pero estábamos en 1970 y la dictadura era ya un poco más blanda.
 
Por aquellas fechas se contaba un chiste en el cual Franco, acompañado de su esposa, aparecía asomado al balcón del palacio del Pardo, mirando hacia un patio atestado de público. Él dejaba caer una pluma, mientras decía que la persona que la cogiera tendría el honor de darle un abrazo. El caudillo entraba entonces a los salones de palacio, aguardaba cinco minutos y salía de nuevo al balcón para llevarse una terrible decepción, pues la gente soplaba hacia arriba para que la pluma se mantuviera en el aire.
 
Yo estaba contando ese chiste a mis amistades en el patio de mi casa, cuando mi padre, que lo había escuchado desde el zaguán, entró en el recinto, muy enfadado, y me dijo que tuviera cuidado, que mejor pusiera atención a las cosas que decía, no fuera que me llevara un buen susto. Entendí más adelante su preocupación, su miedo, porque él participó en la Guerra Civil cuando tenía dos años más que yo en aquel momento.  Se marchó airado y nosotros nos tapamos la boca para no reírnos.
 
Éramos una buena pandilla de amigos y amigas que andábamos entre los quince y los dieciocho y que estudiábamos bachillerato en el Instituto de Agüimes.  Aunque sabíamos que vivíamos bajo el yugo de una dictadura, ya estábamos acostumbrados, sobre todo a los desafueros de la Iglesia, y desde que empezamos a despuntar nos reuníamos a menudo e íbamos juntos a la playa, donde celebrábamos unos asaderos memorables, con hoguera y todo. Nos gustaba cantar, acompañados de guitarras y percusión con pandero, triángulo y piedras vivas de la marea. Teníamos un buen rosario de canciones, un repertorio de padre y señor mío, y las empatábamos  sin dilación.
 
 Cada domingo nos veíamos en el Casino, donde bailamos de todo, desde Marionetas en la cuerda del amor, de Sandie Shaw,  hasta el Twist and shout, de los Beatles, y un día se nos ocurrió la idea de formar un grupo de música. Dos o tres guitarras, voces aceptables, acompasadas, y además nos sabíamos un montón de temas sudamericanos, de los Charchaleros, Mercedes Sosa, la Trova Cubana, Facundo Cabral y un largo etcétera, aparte de coplas, boleros y pasodobles.
 
Fue escuchando a un amigo chileno, cuya familia se había afincado hacía tiempo en el pueblo, cantando un tema de Violeta Parra desconocido para nosotros, una canción que se titula Un río de sangre (Así el mundo quedó en duelo / y está llorando a porfía / por Federico García / con un doliente pañuelo. / No pueden hallar consuelo / las almas con tal hazaña. / Qué luto para la España / qué vergüenza en el planeta / de haber matado un poeta / nacido de sus entrañas), cuando decidimos hacer un recital con los poemas de Lorca, a los cuales puso música un miembro del grupo que tenía un oído extraordinario y nos buscaba voces distintas a la hora de cantar.
 
Muchos fueron los poemas arreglados para cantarlos, o recitarlos con acompañamiento de un arpegio de guitarra, y nunca se me olvidará que nuestras familias llenaban el Casino de Ingenio para vernos y oírnos, orgullosos de nosotros, sobre todo nuestras madres, que soltaron más de una lágrima y aplaudieron a rabiar.
 
Recuerdo igualmente que una vez ensayamos en un local donde hacía mucho frío, y que alguien dijo: “esto está más frío que un témpano”. Por eso le pusimos ese nombre al grupo: Témpano. Nada más lejos de la realidad, porque, salvo excepciones, entre nosotros había una relación muy cordial, que podría catalogarse de todo menos fría. Una relación amistosa que aún perdura, por suerte, después de más de cincuenta años.
 
Texto: Quico Espino
Foto: Álbum familiar
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