Descubrimiento

Javier Estévez

[Img #6052]Siempre creí que ella había nacido aquí. Yo, sin embargo, no había estado nunca antes en este lugar. Hasta hoy, no tenía más referencias que su nombre escrito en los mapas y el recuerdo de ella describiéndome entusiasmada la geografía de su infancia. Las fincas son grandes. El caserío, en cambio, es pequeño, disperso, casi inexistente. Toda arquitectura o es ruina o es anodina. El llano, extenso, obsesivamente cultivado, se inclina con timidez hacia un océano de invierno, un mar brioso, misterioso. Inmenso. Al llegar, observo todo con ansia, esperando que el paisaje me revele la casa exacta, la ubicación precisa. La nostalgia, la sensación de pasado obsoleto, de memoria perdida que ya no pertenece a nadie, desemboca de manera natural en los caminos, en los muros visibles e invisibles, en la belleza austera del conjunto. En la desmesura marítima de su horizonte. La única certeza que tengo es que mientras ella nacía (Heidegger dijo que somos seres arrojados al mundo), simultáneamente, la fuerza, el vigor y el saber hacer de unas manos laboriosas, esculpían un paisaje extraordinario. Me es fácil imaginarla por aquí. Y me reconforta la idea de ella creciendo y mirando los barcos que navegan en la lontananza, la hondura de los acantilados, las nubes veloces en un cielo muy azul sobre unos campos de secano, desolados y dejados de la mano de Dios; campos brutos y solitarios, lejos de toda civilización, que mutaban día a día, hora a hora, minuto a minuto, a cultivos perpetuamente verdes. Perpetuamente irrigados. Cristophe nos revela que el nombre de Santa Elena no es un antojo lingüístico. Al principio de todo, nos dice, cuando se empezaron a sorribar aquellos viejos pedregales, un jornalero declaró que se sentía solo. Desarraigado. Estaba muy lejos de su casa, de su familia, de su vida. Para él, los días en esta meseta eran un destierro. Y por él, este lugar se llamó Santa Elena, como la remota isla donde exiliaron a Napoleón, al fin derrotado. En el exilio, los días pesan, seas obrero o emperador. Christophe también nos confiesa que estos cielos azules no los hay en ningún otro sitio del mundo. Todo está en la luz, asegura mientras señala a un cielo sin mancha. Y tiene razón: sólo la luz llena el vacío. Sólo la luz puede llenar el vacío. ¿Sabrá que la primera luz que alumbró el universo fue, precisamente, azul? Antes de irnos me asomo a los acantilados. ¿Por qué nos atrae lo vertiginoso? En la orilla lejana hay a un pescador solitario. Me gustaría hacer como él y abandonarme, y dejar pasar las horas, como si el tiempo fuera algo que se puede perder, algo de lo que siempre hay más, como cuando éramos niños. Quisiera sentarme junto a los tarajales y permanecer durante horas contemplando el mar, oyendo el rugido incansable de las olas. Este espectáculo natural es todo un distanciamiento del agobio cotidiano. Mi compañero me indica que nos vamos. Regresamos al pequeño recinto de la oficina. Pero antes, este paisaje se despide de mí enseñándome sus marcas, que son mis propias huellas en la tierra por donde he pasado. La prueba de que, al fin, he estado aquí.

 

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Javier Estévez

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