Microrrelatos. "El monte"

Después de algunas horas, los hombres regresaron agotados, con las ropas empapadas en sudor y con la frustración de no lograr hallar las montañas.

Manuel de León Lunes, 20 de Enero de 2025 Tiempo de lectura:
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Cuando tenía doce años, recuerdo que viajé con mi padre un domingo en la mañana a los Montes de María. Antes de adentrarnos en los caminos que conducían a nuestro destino, hicimos una parada en el pueblo del Carmen de Bolívar. Entramos a un restaurante a desayunar; tenía mucha hambre, entonces pedí una viuda de Bocachico, con yuca y suero Atollabuey. De pronto, miré sorprendido a través de una ventanita de madera, adornada con una cortinita de colores desgastados, la cadena de montañas que rodeaban la sabana.

 

Mi padre me sacudió del brazo, sacándome del ensimismamiento; “Mijo, ¿qué piensas?” desvié los ojos hacia el plato, y con un tono seco y frío le contesté: “solo miraba la sabana y… nada más”. Pero él veía en mis ojos una profunda curiosidad por aquellas montañas pobladas de árboles y matas desconocidas.

 

Después de desayunar, salimos del restaurante, nos sentamos bajo una Bonga y, mientras nos tomábamos un guarapo de panela y limón, me dijo: “te voy a contar una historia que escuché hace mucho tiempo por indígenas Arhuacos, cuando aún era un niño, sentado una tarde en la plaza del pueblo”.

 

Mi padre cambió el tono de su voz, parecía ahora un místico cuenta cuentos.

 

“Un día la tierra se sacudió violentamente, las montañas huyeron, y los gigantescos pinos salieron disparados hacia los ríos. Las piedras húmedas rodaron hasta las carreteras desocupadas de gente, pero aplastaron a inocentes cucarachas y lombrices que buscaban llegar a sus cuevecillas.

 

Los pobladores de la vereda más cercana escucharon el estruendo; asomaron sus cabezas por las ventanas de casas construidas de barro y caña brava. Los hombres más altos y fuertes corrieron con sus machetes, colgados en la pretina del pantalón. Eran 20 hombres, parecidos a una manada de toros, espalda ancha, brazos y piernas fornidas. La textura de sus pieles se asemejaba a la corteza de una Bonga; áspera y tosca. Tenían cabellos negros, empapados en una capa delgada de grasa de cebo de chivo. Usaban abarcas de cuero, con suelas hechas de llanta de coches viejos.

 

Cuando llegaron al lugar donde ocurrió el desastre, se sorprendieron, fruncieron el ceño, abrieron la boca sin temer a las moscas. Virgilio, el líder del grupo, con la voz encajonada en la garganta exclamó: “¿Ajá?, ¿ Que pasó aquí? ¿Para donde se fueron las montañas?

 

Los hombres observaron a los pinos nadar en el río Sinú, y a las Jaibas adheridas sobre los tallos. Virgilio dio la orden de buscar a las montañas por todo el monte: “Escuchen bien. Las montañas se han ido. Las traen aquí como sea, no importa si es necesario cargarlas sobre las espaldas”

 

Todos corrieron por la planicie con los machetes en mano, atentos de no enredarse con las matas de pringamoza.

 

Virgilio quedó solo, contemplando el rio inundado de pinos. De pronto, la tierra tembló, y del suelo emergieron raíces que rápidamente se treparon por las piernas de Virgilio; cubrieron todo su cuerpo hasta llegar al cuello. Con agonía lanzó un grito ahogado. Las raíces oprimieron su pecho, y se adhirieron a su carne. La cara se puso morada; la lengua le colgaba y los ojos sobresalían de sus órbitas. De pronto pequeñas raíces le cubrieron por completo la cabeza.

 

En aquella planicie solo quedó un paisaje donde era imposible reconocer el cuerpo de Virgilio.

 

Después de algunas horas, los hombres regresaron agotados, con las ropas empapadas en sudor y con la frustración de no lograr hallar las montañas. Se detuvieron, miraron en silencio el lugar, extrañados, preguntándose entre ellos por Virgilio. Caminaron varías veces alrededor de la enredadera de raíces, pero nunca se dieron cuenta que ahí, totalmente cubierto se encontraba su amigo.

 

Cansados y dados por vencidos, volvieron a la vereda, y les dijeron a todos que a Virgilio la tierra se lo había tragado.

 

Todos los días la gente contaba la misma noticia: que a Virgilio la tierra se lo había tragado. Las palabras hicieron eco hasta llegar a la planicie y a las dos semanas Virgilio fue consumido por la tierra.

 

Eustorgio, uno de los líderes de la vereda deseaba que las montañas volvieran pronto, y fue tan grande su deseo que un día, como si fuera un parto doloroso, de las profundidades una imponente montaña nació. El estruendo fue tan grande que los habitantes de la vereda corrieron, y cuando llegaron al lugar quedaron sorprendidos por la gigantesca elevación.

 

Eustorgio emocionado exclamó: ¡El espíritu de Virgilio vive en la montaña; él ahora nos protege!

 

Por eso aquí en el pueblo cuentan, que en la montaña más alta habita el alma de Virgilio. Con razón nadie llega a la cima porque son tragados por la tierra y devorados por las raíces de los palos de Roble”, finalizó mi padre, con una sonrisa y bebiendo el último sorbo de guarapo.

 

Más tarde nos montamos en el carro y seguimos el camino hacia nuestro destino. Teníamos que llegar a tiempo a Sucre; allí nos esperaban familiares, y me esperaban también más historias por conocer de la sabana del caribe.

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