La radio de la cocina.La radio de la cocina sigue fiel a la cita: no se molesta si la enciendes, acompaña en los momentos culinarios y, cuando se pone pesada, el silencio vuelve a reinar en la estancia.
Siempre está ahí como guardiana eficaz y responsable de una manera de ser y sentir. Para los que hemos nacido con un transistor en la oreja, escuchar la radio no solo resulta una necesidad, sino que es, además, la constatación de unas voces amigas que pululan extrañamente por el espacio de las ondas y dejamos entrar en nuestra intimidad y, además, les abrimos las puertas y ventanas de nuestra casa.
Amén de índices de audiencias, la radio sabe estar y se adapta a las circunstancias: ahora, en cualquier momento, podemos escuchar los programas preferidos o parte de ellos. Y eso es un lujo que viene a demostrar que los tiempos se sienten nuevos, pero queda la esencia siempre conocida, y reconocida, que ayudó a formar no solo nuestra opinión, sino que nos dejó al borde de los abismos informativos e incluso hoy nos sitúa en caminos y senderos ciertos, aunque claramente complicados. Es verdad que las voces han cambiado y que la jubilación llega para todos; sin embargo, las situaciones son muy parecidas y vienen a indicar que, ahora que cumple cien años, goza de una permanente y eterna juventud: una delicada salud de hierro.
Por eso la radio de la cocina, permanentemente enchufada, sigue fiel a la cita diaria, como una mascota muy bien domesticada que nunca se queja. Siempre está dispuesta a ser útil: nunca se lamenta de nada y no suele elevar la voz, sobre todo, porque su audición es perceptible durante un tiempo prudencial, a pesar de que invadida se siente por los humos culinarios. No se crean, inteligentes lectores, que no molesta; por momentos, ni la soportamos. Sin embargo, ello no es óbice para que reconozcamos su valía, su agradable y continua presencia en nuestras vidas y, también, su importante papel en la sociedad de hoy, donde la tecnología tiende a cambiar las costumbres.
Que todavía sigamos usando el transistor no solo es un rasgo de modernidad extrema, sino que, además, es la muestra palpable de su importancia, que sabe estar y aguantar todo un siglo para que continuemos escuchando voces lejanas y músicas de siempre. Y eso es mucho más que un milagro cotidiano.
Se rodea la radio de la cocina del consabido pan bizcochado de leña, del penúltimo libro que ronda por nuestra imaginación, de la talega del pan de uso exclusivo los sábados y donde el rollo de cocina sirve para lo que sirve; a la derecha, el delantal: augurio de lo que se deberá salpimentar. Así que la radio de la cocina también limpia, fija y proporciona esplendor. A su manera, claro: es su modo de ser, que, aunque inerte, muestra las virtudes propias de los humanos con sus respectivos pecados, que de todo hay: no todo debe sentirse como una eterna maravilla del mundo mundial. Sin embargo, ese artilugio (trasto, armatoste, aparato, máquina, artificio o ingenio) que nos acompaña sin darnos cuenta siquiera es la confirmación real de que su presencia la percibimos cuando su ausencia se amplifica.
Es como el mar isleño: podríamos estar sin verlo ni apreciarlo, porque siempre está ahí, pero si nos llegamos a situar en el centro de la Península, por ejemplo, es lo primero que echamos en falta a poco que el paisaje manchego se proyecte, extendiéndose como Don Quijote y Sancho Panza, sobre nuestras miradas.
Así que radio y mar son palabras casi sinónimas: expanden la mirada y la imaginación.
Nunca lo hubiésemos imaginado.
Juan FERRERA GIL
































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