Microrrelatos. Coco

Y mientras él estuviera allí, los pasillos del hospital tendrían menos frío, menos miedo y más amor. No curaba cuerpos, pero sanaba almas y eso era todo un milagro.

Olga Valiente Miércoles, 08 de Enero de 2025 Tiempo de lectura:

Coco no era un perro de raza fina, más bien, tenía un aspecto raro pero bonito a la vez. Era de color canelo, con ojos grandes y tiernos y un alma gigante. Su dueña, Lynnea, lo encontró un día mientras caminaba por el parque. Estaba agachado y tenía la mirada triste, por lo que decidió llevárselo a casa, alimentarlo y asearlo. Y desde entonces se convirtió en el mejor de los amigos.

 

Lynnea era enfermera y trabajaba a turnos en la planta de oncología infantil del hospital. Cada día, cuando le tocaba librar, le gustaba pasar la mañana jugando y haciendo actividades con los niños. Una de esas mañanas, sintió que Coco estaba un poco triste y, para no dejarlo solo en casa, pidió permiso a sus jefes para llevarlo. Le puso un chaleco azul con su normbre bordado y le añadió una pegatina que decía “compañero”. Entró con él en la sala de juegos justo cuando los pequeños estaban comenzando la asamblea. Lo que no sabía era que Coco se convertiría en el mejor guardián y confidente del mundo.

 

Cada mañana entraba a la planta, saludaba al personal y recorría el pasillo moviendo alegremente la cola. Y cuando entraba en una habitación el rostro apagado del niño se iluminaba cual farolillo.

 

Con Carla, que estaba en su tercera ronda de quimioterapia, se acurrucaba en la cama mientras ella le contaba historias sobre princesas y dragones. Le gustaba ladrar suavemente cuando ella hacía su mejor imitación de un dragón rugiendo.

 

Con Mario, que apenas tenía fuerzas para levantarse, se tumbaba a su lado, dejando que el niño acariciara las orejas. Mario decía que tocarlo era como "abrazar un rayo de sol".

 

Pero no todos los días, eran días de fiesta. Algunos de ellos eran difíciles, había lágrimas de padres que se despedían de sus hijos tras la lucha batalla que habían vivido, y el dolor se extendía en toda la planta. En esos momentos, Coco se movía entre ellos cabizbajo, ofreciendo compañía con su presencia silenciosa. Su sola existencia parecía recordarle a todos que, incluso en medio del dolor, aún había algo cálido y puro.

 

Un día, mientras Lynnea y su fiel amigo salían del hospital, un médico se les acercó. “Es increíble lo que hace este perro,” dijo conmovido. “A veces pienso que entiende más sobre la vida que nosotros.” Lynnea sonreía mientras miraba a Coco. Ella sabía que no era un simple perro; era un gran compañero de vida.

 

Cuando la jornada terminaba, Coco descansaba en casa, agotado pero feliz. Sabía que volvería al día siguiente, porque los niños lo esperaban. Y mientras él estuviera allí, los pasillos del hospital tendrían menos frío, menos miedo y más amor. No curaba cuerpos, pero sanaba almas y eso era todo un milagro.

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