
—Dímelo.
—Olvídalo.
—¿Por qué? —dijo alargando la última vocal, con lo que su voz adquirió un pretendido tono infantil.
—Porque no puedo, y menos de la manera que pretendes.
Habían tenido esa especie de discusión como un millón de veces, y el resultado era siempre el mismo. Cada cual adoptaba su posición y no la abandonaba aunque el mismísimo mundo se viniese abajo. A él le frustraba: ¿Acaso no podía ella verlo tan claro como él? A ella le divertía: ¿No podía él concentrarse en el ahora? ¿No podía dejar de ser como era siempre que salía ese tema? (aunque realmente no desease esto último)
—Eso no es un porqué verdadero, joder.
—Vale, entonces te daré uno: te estaría mintiendo. No puedo hacer eso, no puedo mentirte afirmando algo que no sé con absoluta certeza.
—Tampoco sabes lo contrario con seguridad y, sin embargo, te aferras a ello.
Buena respuesta. Pero te olvidas con quien estás hablando. No creas que voy a perder.
—Bueno, ten en cuenta que el pesimismo es más cómodo, más fácil de asumir. Al fin y al cabo es más asequible porque es la norma: ¿Cuánta gente va por ahí diciendo que el mundo es una auténtica mierda? Muchísimos más de los que afirman lo contrario. Así que me agarro a eso porque es «rentable», no me siento sola ni aislada, por así decirlo —guiñó un ojo para enfurecerle un poco más de la cuenta.
—Pues tienes suerte de que la gente te entienda. Porque lo que es mi caso, nada de nada.
— Umm —ella se inclinó ligeramente sobre él como una gata mimosa, dejándose caer sobre su vientre—, hay lugares en los que nos entendemos perfectamente. —El final de la frase vino acompañado de una sonrisa exageradamente libidinosa.
—Bah, no me jodas. —Definitivamente, se ha cabreado, pensó ella—. ¿Me estás diciendo que no lo dices porque eres una pesimista declarada? Eso sí que es una mentira de mierda. Solo te vale para este caso y lo sabes.
—¿Y eso que coño importa? —Se irguió bruscamente y sus miradas se enfrentaron; si quería seguir a vueltas con el tema, ella no se iba a echar atrás —. Ni que tú fueras un hippie optimista las veinticuatro horas al día y los trescientos sesenta y cinco días del año. Para ciertas cosas también lo ves todo negro. La diferencia es que yo te dejo ser como quieres ser. ¿Quieres que lo diga? ¿Que sea todo tal y como tú quieres? Lo haré si te hace feliz, me da igual. Puedo ser una hipócrita para ti. Sólo para ti. Hostia, también yo me estoy poniendo de los nervios.
—Vale, vale. —La reacción y las palabras de ella le habían dejado helado, apaciguándolo repentinamente. Levantó los brazos en señal de paz, como diciendo: “Se acabó, dejemos esto antes de que la sangre llegue al río. Tú ganas”. Tras un silencio de unos veinte segundos volvió a retomar el tema en un tono conciliador.
—Así que tengo una novia totalmente pesimista.
—Exacto. Somos muchos, de modo que no nos subestimes. Piensa en ello.
—Pienso que eres idiota (Encantadoramente gilipollas, de hecho).
—Y yo pienso que deberías callarte de una vez. Y de paso, terminar lo que has dejado a medias. No estoy satisfecha para nada.
Otra vez la mirada de gatita en celo, lo que le hizo reír por dentro. Tantas caras, tantas miradas diferentes y todas le hacían sentir vivo. En la cama ella era radicalmente distinta (en palabras, en gestos, en pensamientos) a la chica que hablaba con él por teléfono, la que paseaba agarrada a su brazo o la que lloraba en su hombro cuando su universo estallaba en pedazos. Algunos podrían llamarla hipócrita; decir que detrás de cada máscara había otra y otra, cientos de ellas que se sucedían para no llegar nunca a descubrir su verdadero rostro, su verdadero ser. Él en cambio la veía como un prisma, un cristal en el que según incidiese la luz devolvía un color u otro, con intensidades y matices siempre cambiantes. No podía mostrarse como una sola cosa porque era un cúmulo de miles, de millones. En el fondo, es verdad que no la entiendo, pensó. Esa pequeña revelación, sin saber por qué, le excitó sobremanera. Aunque un rincón en lo más profundo de su mente encerraba la explicación al pequeño enigma: siendo una persona rutinaria y metódica en exceso, lo que disparaba su mente y su cuerpo hacia el infinito era precisamente lo contrario. Lo desconocido, la incertidumbre y la improvisación provocaban en él una descarga desafiante de adrenalina y hormonas. Llegaban y se manifestaban como pasaba ahora. Ella le daba todo eso, vaya si se lo daba.
—Bingo — cantó con voz de azafata, los dedos jugueteando alrededor de su ombligo.
—¿Lo dirás entonces? —indagó por última vez.
—Puede. Bésame y veremos.
Se acercó y la besó. Sus cuerpos dibujaron trazos inconexos de pasión en espacios compartidos y sucesivos (atrás, adelante, arriba, abajo, encima, cerca, muy cerca, más cerca aún… siempre cerca, donde pueda sentirte); para terminar extasiados en un mar de sudor, ropa de cama arrugada y gritos ahogados. Luego se miraron por segunda vez a los ojos, expectantes y saciados los dos.
Ella no dijo absolutamente nada.
GQB

































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